El Estado (5): Hermann Heller, el pueblo y opinión pública (por Jan Doxrud)
Continuemos ahora con las condiciones naturales y culturales de la unidad estatal de acuerdo a Heller. Para nuestro autor la teoría del Estado, en cuanto ciencia de la realidad, ha de mostrar tantosi existe y cómo existe el Estado en cuanto unidad concreta que actúa en el tiempo y en el espacio. Tenemos pues que la teoría del Estado debe mostrar al Estado como fenómeno sustantivo dentro del conjunto de las condiciones naturales y culturales, y mostrar a su vez, hasta qué punto es insuficiente entender el Estado haciéndolo derivar de sus condiciones geográficas, raciales, o considerarlo como expresión de un supuesto “espíritu del pueblo”, de la “nación” o de una “raza” determinada. Heller rechaza tanto lo que denomina como “metafísica idealista” como la “metafísica naturalista”. La primera comete el error de atribuir al acontecer histórico-social una legalidad desligada de la naturaleza física, concibiendo al Estado como un mero reflejo, sin sustantividad, de una ordenación ideal. En lo que respecta a la metafísica naturalista incurre en el error opuesto, esto es, considerar al Estado como un reflejo de ordenaciones regidas por leyes de la naturaleza.
Para nuestro autor, de entre las innumerables condiciones cósmicas aparecen en un primer plano dos: las condiciones geográficas y antropológicas. Ahora bien, Heller no defiende ninguna forma de determinismo geográfico o racial. El enfoque del autor en su análisis del Estado toma en consideración los siguientes aspectos: geografía, pueblo, opinión pública y el Derecho. Abordemos primero el tema de la geografía. Heller hace referencia a la nueva disciplina denominada“geopolítica”, impulsada principalmente por Friedrich Ratzel (1844-1904). Heller rechaza el “oscuro e inservible” concepto de Estado que poseen los geopolíticos ya que concebían el Estado como un organismo espacial, una suerte de “ser vivo”, lo que significaba la eliminación de todos los límites sistemáticos, metódicos y conceptuales. También rechaza la idea de que el Estado guarde una relación causal con leyesnaturales de carácter inmutables y rígidas, ya que para él, el Estado no depende jamás de manera unilateral de leyes naturales estáticas de la geografía. La “tierra” no es así un factor político, sino que sólo una condición importante de la actividad política de un pueblo que tiene sus leyes propias y puede influir sobre el territorio y transformarlo en gran medida.
Así, para nuestro autor, el Estado no es “el esclavo del territorio” como defendían algunos autores y el territorio tampoco constituía el “cuerpo” del Estado. Al respecto señala Heller:
“La situación geofísica de un territorio es relativamente constante y en cambio su situación geopolítica varía con relativa rapidez y facilidad. La situación geofísica de Inglaterra apenas si ha cambiado en toda la historia; por el contrario, su situación geopolítica, tan desfavorable al principio, se transformó fundamentalmente por la inclusión de la zona atlántica de Europa en una región unitaria de tráfico en el siglo XII y aún más cuando se inició el tráfico con América”[1].
El objeto de la geopolítica no es solamente la tierra, además de la atmósfera, el clima y los océanos, sino que también el estudio de la tierra “permeada de organización política”. El Estado es una unidad universal de acción y decisión y, como tal, se fundamenta en una unidad de destino de la tierra. Una comunidad espacio cerrada posibilita y estimula la creación de una entidad social-política también cerrada. A medida que se desarrolla esta entidad se van creando gradualmente las fronteras que, si bien pueden ser naturales, a la larga son impuestas por los Estados, es decir, son lindes artificiales y arbitrarios. No hay que pensar que el autor considera nula la influencia del medio geográfico en la vida del Estado. Reconoce la importancia del influjo de factores tales como la estructura vertical u horizontal del territorio, que puede dificultar o facilitar las comunicaciones estratégicas y económicas. El clima también ejerce una importante influencia en la vida estatal, esto es, en el desarrollo de su economía, su flora y fauna. Así, por ejemplo, la vida no es la misma en una ciudad como Oslo (Noruega) o Reikiavik (Islandia) que en otras ciudades como Santorini (Grecia), Venecia (Italia) o en Kingston (Jamaica). Tampoco se puede dejar de lado la importancia de la riqueza del suelo y la disponibilidad de recursos naturales, aunque esto por sí sólo no garantiza la riqueza de una nación, ya que también es importante contar con instituciones políticas y económicas que puedan aprovechar eficientemente tales recursos.
En resumen, tenemos que para Heller las relaciones del Estado con el espacio geográfico es relevante, pero las circunstancias geográficas del Estado por sí solas, no pueden explicar ni la unidad ni la peculiaridad de éste. En palabras de Heller:
“Ningún hecho geográfico tiene importancia política con independenciadel obrar humano. No se puede concebir la unidad e individualidad del Estado partiendo únicamente de las características del territorio, sino tan sólo de la cooperación de la población bajo las condiciones dadas de espacio es decir, sólo socialmente. El geógrafo Vogel expresa la relación del Estado con la tierra, en forma gráfica y acertada, al decir que el territorio del Estado es sólo su base, y en cambio la población es el depositario vivo y la propia sustancia del Estado”[2].
Continuemos ahora con el segundo aspecto o la segunda condición de la actividad estatal: el pueblo. Heller advierte sobre los múltiples significados y usos que se han hecho de este concepto, lo que ha dado origen a peligrosas confusiones y errores. El autor distingue dos concepciones de pueblo: como formación natural y cultural. La primera corresponde a lo que el autor describe como una actitud espiritual de su época que consiste básicamente en reducir el Estado a la raza y la conducta a la herencia racial relativamente invariable. ExplicaHeller que la raza natural “vendría a ser una comunidad de origen cuyas esenciales características serían hereditarias. Es cosa que no puede estimarse científicamente determinada de manera definitiva si existen tales razas naturales…si los caracteres transmitidos por herencia…son determinados por el germen y no por el medio…”[3]. El éxito de este estudio y teorización sobre las razas obedece al hecho de que engendra en las masas la creencia de que “a un aspecto exterior corporal unitario, heredado de los tiempos primitivos, corresponde un alma racial política unitaria, creencia que luego las moviliza y agita”[4].
Heller entra posteriormente en temas que, en nuestros tiempos, no tienen mucho sentido, pero que en su época eran de discusión seria: me refiero a la temática de las razas y la creencia en la superioridad de unas por sobre otras. Tal fue el caso de personalidades como Arthur de Gobineau (1816-1882), Richard Wagner (1813-1883) y Houston Stewart Chamberlain (1855-1927). Un teórico del racismo, Hans F. K. Günther (1891-1968), defendía la idea que el hombre nórdico (protestante) era el más juicioso, veraz, activo y verdaderamente libre. En cambio las razas orientales, incluido los judíos, se encontraban en lo más bajo de la jerarquía racial. Heller se pregunta de dónde obtienen los teóricos de la raza las ideas que con tanta seguridad presentan sobre las almas raciales que se heredan y sus contenidos políticos.
El valor de tales teorías, afirma el autor, depende del supuesto de que la raza en sentido físico, como objeto de la ciencia natural, corresponda siempre a una raza en sentido psíquico-espiritual, objeto de la ciencia de la cultura. Heller rechaza tales ideas así como el supuesto manto de cientificidad con el cual pretenden cubrirse. No existe algo tal como una conexión necesaria entre una raza física y una supuesta alma racial, siendo esto sólo un “producto arbitrario de la fantasía”. Las teorías racistas lejos de fomentar la unidad de la comunidad, la destruye, al igual que la unidad política del pueblo. Sobre este tema concluye Heller:
“…no hay camino alguno científicamente transitable que conduzca desde la raza primaria o natural al Estado. La raza, como unidad del modo de ser corporal y psíquico invariable a través de siglos y aun de milenios, no es un hecho de la naturaleza y, mucho menos, una realidad cultural o una unidad política de acontecimientos, sino exclusivamente una ideología encubridora nacida en los últimos decenios a fin de servir a determinadas a determinadas exigencias raciales. La teoría racista es completamente insuficiente, incluso como ideología de legitimación, ya que viene a dividir el Estado y, a causa de la diversa valoración que hace de los habitantes, no lo podría legitimar como unidad política del pueblo”[5].
Continuemos ahora con la segunda concepción de pueblo: como formación cultural. Escribe el autor que, al menos, hasta el siglo XIX el pueblo, en cuanto formación cultural, no desempeñó un papel de relevancia. Fue sólo con la liquidación del orden estamental y la formación de la sociedad civil se constituye el pueblo como nación política: “A partir de la Revolución francesa, y en nombre de la soberanía del pueblo y de la soberanía nacional, el mundo político europeo se ve, en lo exterior, distribuido de manera diferente y, en lo interior, radicalmente revolucionado”[6]. Heller rechaza las interpretaciones subjetivistas de autores como Ernest Renan o Moritz Lazarus para quienes el pueblo era un alma o principio espiritual. En palabras de Heller el subjetivismo “priva al pueblo de realidad al situarlo exclusivamente en la esfera subjetiva de la conciencia y de la decisión colectiva”[7].
¿Qué relación existe entre pueblo y nación? Desde un punto de vista histórico, el autor señala que hasta el desarrollo del capitalismo avanzado no se constituyeron los pueblos en naciones. El pueblo cultural, que en sí es amorfo, se convierte en nación cuando la conciencia de pertenecer al conjunto llega a transformarse en una conexión de voluntad política. No basta, para constituir una nación, el desarrollo de un sentimiento de comunidad meramente étnica. Continúa explicando Heller:
“Sólo cuando un pueblo se esfuerza por mantener y extender su manera propia mediante una voluntad política relativamente unitaria…sólo entonces podremos hablar de una nación”[8].
Más adelante continúa el autor:
“Cuanto más intensamente desarrolle un pueblo la conciencia de su peculiaridad, y en consecuencia de su diferencia respecto a otros pueblos, en un sentimiento y conciencia comunes del ‘nosotros’, en grado tanto mayor puede llegar a ser una ‘comunidad del pueblo” y en el terreno político, una nación”[9].
Pero agrega Heller que sólo en muy raras ocasiones y en breves momentos de la historia la nación es capaz de obrar como unidad política e, incluso en esos momentos, puede suceder que la unidad nacional no coincida nunca con la totalidad del pueblo. Heller rechaza la concepciónromántica de la existencia de un espíritu del pueblo que persiste a lo largo del tiempo así como la existencia de una “voluntad general”. Al respecto explica Heller:
“Gran confusión produjo en la teoría del Estado el hecho de que, a partir de Rousseau y del romanticismo, se haya atribuido al pueblo, como nación, una personalidad con sensibilidad y conciencia, voluntad política y capacidad política de obrar. El pueblo se convierte así, de manera metafísica, en una comunidad de voluntad a priori y en una unidad política preexistente, lo que no responde a la realidad, ni presente ni pasada”[10].
Así, Heller rechaza no sólo las ideas planteadas por los pensadores románticos sino que también la de los “demoliberales” y “nacionalistas”, y todos aquellos que defiendan la idea de la existencia de una ficticia comunidad del pueblo, homogénea desde el punto de vista social y político, que posee un espíritu y voluntad política unitaria, y cuyo producto o epifenómeno es la unidad estatal. No existe ni homogeneidad ni armonía de intereses, ya que la realidad del pueblo y la nación nos revela, afirma Heller, un pluralismo de direcciones políticas de voluntad e incluso en aquellos momentos de ferviente nacionalismo existe un grupo disidente dentro del pueblo. Así señala el autor: “Es inadmisible, sobre todo en la actual sociedad de clases, hablar de una unanimidad política…Numerosos antagonismos políticos se producen a causa del aspecto político que presenta también el vínculo clasista, y así mismo, dentro de cada clase, por lasvaris oposiciones de naturaleza económica, espiritual, confesional, dinástica, etc., que en ellas se dan”[11].
De acuerdo con esto, la “voluntad general” de Rousseau es parte de aquel enfoque metafísico del pueblo, que conlleva un tinte romántico debido a que la idea de una “voluntad general” implica una armonía política y un acuerdo de voluntades anteriores al Estado. Continúa explicando Heller:
“Los ideales demoliberales de una ‘representación popular’ como ‘espejo’ de la voluntad del pueblo, y de un gobierno que no debe ser sino la ‘expresión’ del parlamento, se nutren de la ficción de una voluntad popular sin contradicciones y no se distinguen de la utopía de Marx y Engels de una sociedad futura sin Estado más por el hecho de que en ésta esa voluntad popular son contradicciones sólo se pueden dar en la sociedad sin clases, en tanto que la concepción demoliberal admite que es realizable en la misma sociedad civil”[12].
En resumen, Heller rechaza la idea de que el pueblo y el espíritu sean considerados como una sustancia a priori, unitaria y magnífica, capaz de engendrar la voluntad unitaria del Estado. Aceptar tales ideas sería también aceptar la supresión de cualquier dualidad entre Estado y pueblo e ignorando de esa manera la autonomía específica del Estado así como la distinción entre organización del pueblo y organización estatal. Tampoco hay que concebir el pueblo como perteneciente a una única comunidad de origen, ya que se han formado de grupos raciales y étnicos variados, de manera que no existe una alma racial que corresponda a un grupo racial determinado. Ahora bien, un pueblo llega a formar en el correr de los tiempos una conexión física de generaciones, unidos por vínculos culturales, religiosos, idiomáticos, políticos, etc. Heller denomina raza secundaria o cultural a aquella comunidad de sangre fruto de matrimonios repetidos, pero deja claro que no es la sangre la que engendra al pueblo y al Estado, sino que el caso es el contrario.
Continuemos con el tercer aspecto del Estado: la opinión pública. Esta aparece junto a la sociedad civil, con la progresiva alfabetización, el desarrollo de la imprenta y la prensa. Explica Heller que la doctrina la “opinión publique” debe a la escuela fisiocrática, especialmente a Merciere de la Rivierère (1720-1793), su primera formulación, para defender el absolutismo como forma de gobierno en donde quien en realidad manda no es el rey, sino que la opinión pública. ¿Qué es la opinión pública? De acuerdo a Heller consiste en opiniones de voluntad y en juicios que sirven como armas para la lucha política o para conseguir prosélitos políticos. En cuanto al concepto de público, se refiere a aquellos que influye en la vida política. Continúa explicando el autor:
“La opinión pública, tal como nosotros la entendemos, es opinión de voluntad política en forma racional, por lo cual no se agota nunca en la mera imitación y el contagio psicológico colectivo…La importancia de la opinión pública para la unidad estatal es tanto mayor cuanto más precisa y comprensivamente se haya condensado en juicios políticos firmes y a menudo discutidos. Esta opinión pública relativamente firme y permanente ha de diferenciarse de la fluctuante opinión pública de cada día”[13].
La importancia de la opinión pública radica en que permite, por medio de su aprobación o rechazo, asegurar aquellas reglas convencionales que constituyen la base de la conexión social y de la unidad estatal. Así, la opinión pública, en lo concerniente a la a la unidad estatal, cumple, ante todo, la legitimación de la autoridad política y del orden por ella garantizado, de manera que todo poder debe preocuparse de aparecer como jurídico, por lo menos para aquella opinión que públicamente se expresa.
En lo que respecta al contenido de la opinión pública, Heller explica que son principios y doctrinas muy generales y fácilmente comprensibles. Por el contrario, añade el autor: “Aquellas ideas que para ser captadas requieren cierto grado de conocimientos o especial capacidad intelectual o que exijan difíciles demostraciones no pueden ser recogidas por la opinión pública”[14]. Un potencial peligro que representa la opinión pública es su tendencia a juzgar las cuestiones políticas según motivos sentimentales y anticríticos, de manera que esta puede ser fácilmente manipulada por demagogos que apelen a tales sentimientos y por políticos fríamente calculadores.
En la primera mitad del siglo XX, explica Heller, – quien publicó su libro en 1934 – no existía para la opinión pública otro modo de legitimación de la autoridad política que la legitimación democrática, siendo esta legitimidad democrática la justificación inmanente del poder del Estado por el “pueblo”. Así, era el pueblo y no “Dios” el que tenía el poder legitimador y era este “pueblo” el que se constituía como el nuevo ídolo, el valor supremo y legitimador de todas las normas y formas políticas, reconocido por la opinión pública desde aproximadamente finales del siglo XVIII, con el escrito de Sieyès y posteriormente la volonté générale de Rousseau. Ahora bien hay que resguardarse de utilizar términos tales como “el gobierno por la opinión pública” ya que para Heller esto implica concebirla como uniforme y con una capacidad de obrar que sólo puede concebirse si se admite la ficción “demoliberal” de una voluntad del pueblo que se forma a sí misma sin intervención del elemento autoritario. En último término, para Heller la opinión pública es fundamental ya que “entraña importancia considerable como freno o estímulo, advertencia o aliento, para la acción de los representantes del Estado”[15].
[1] Ibid., 187.
[2] Ibid., 192.
[3] Ibid., 194.
[4] Ibid., 195-196
[5] Ibid., 205.
[6] Ibid.
[7] Ibid., 208.
[8] Ibid., 209.
[9] Ibid.
[10] Ibid., 210.
[11] Ibid., 212.
[12] Ibid., 212-213.
[13] Ibid., 225.
[14] Ibid., 227.
[15] Ibid., 234.