El Nuevo Orden Mundial Post-Guerra Fría (1): ¿El fin de la Historia? (por Jan Doxrud)
A continuación explicaré los principales intentos de distintos autores de describir lo que ha venido a conocerse como el “Nuevo Orden Mundial”, esto es, las principales tentativas de cartografiar el nuevo escenario mundial tras el final de la Guerra Fría. El período de la Guerra Fría, que comenzó en 1945 tras el final de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) – aunque autores como Ronald E. Powaski rastrean sus orígenes hasta 1917, con la Revolución Rusa – fue un período que se caracterizó por un ordenamiento o estructuración geopolítica del escenario mundial de manera bipolar desde el punto vista ideológico. La Guerra Fría constituyó una pugna entre dos bloque ideológicos – capitalismo y socialismo – representados por dos potencias: Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambas potencias lucharon por expandir sus respectivas ideologías a lo largo del globo. Prácticamente ningún país, ni siquiera los autodenominados “no alineados” escaparon a la lógica de la lucha ideológica. A pesar de que fue una guerra indirecta entre ambas potencias, debido a la denominada “disuasión nuclear” o “Destrucción Mutua Asegurada”, igualmente hubo una serie de guerras a lo largo del globo entre las que podemos destacar: Guerra de Corea (1950-1953), Guerra de Vietnam (1955-1975), Guerra en Afganistán (1979-1989). Este período fue también escenario de episodios violentos como la construcción del Muro en Berlín por los socialistas (1961), el “Gran Salto Adelante” (1958-1961) en China, el genocidio de los comunistas jemeres rojos en Camboya, el asesinato y desaparición de Patrice Lumumba (1925-1961), el golpe de Estado en Chile (1973), la revolución en Cuba (1959), la Primavera de Praga (1968), etc.
No se puede hablar de buenos y malos en esta guerra, puesto que ambas potencias hicieron lo que consideraron era necesario en nombre de la “seguridad nacional” y su ideología respectiva. Política y ética siguieron caminos separados. Lo que sí se puede afirmar – al margen de las acciones de los gobiernos en nombre de la raison d'État – , es que aquella fracción de personas que quedó bajo la órbita socialista, fueron sometidos a un régimen del terror y opresión. Todos los regímenes socialistas se mantuvieron en el poder por medio de la represión y sometieron a sus respectivas sociedades a un régimen dictatorial, tal como lo describió George Orwell en “1984” y Arthur Koestler en “El cero y el infinito”.
Finalmente el sistema totalitario socialista llegó a su fin debido a sus contradicciones internas y a su inviabilidad desde el punto de vista económico. En realidad, el socialismo había fracasado desde el momento en que la violencia se transformó en la norma, en el único método para que el sistema pudiese perpetuarse. La coronación de ese fracaso fue la construcción del Muro en Berlín en 1961, pero el mensaje fue captado por pocos. Numerosas personalidades se dejaron embrujar por la utopía socialista, incluso cuando ya se sabían de las atrocidades que se perpetraban. Pero la ilusión llegó a su fin y un joven Mijail Gorbachov (en relación a la gerontocracia que le había precedido) dio rienda suelta por medio de la Glásnost y la Perestroika, al colapso del bloque socialista. Pero Gorbachov no tenía muchas alternativas ya que no resultaba fácil simular que un muerto estuviese vivo. El periodista polaco, Ryszard Kapuściński (1932-2007) escribió:
“En cierto sentido, la perestroika y la glásnost constituyen una especie de pulmón artificial insertado en ese organismo herido de muerte que es la URSS. Gracias a él [Gorbachov] la Unión Soviética aún viviría seis años y medio. Lo menciono porque los enemigos de Gorbachov afirman que se puso al frente de un país próspero y lo condujo al desastre. Todo lo contrario: la URSS llevaba tiempo desmoronándose, y Gorbachov alargó su vida hasta donde le fue posible”[1].
Por su parte, el historiador e intelectual francés François Furet (1927-2007) escribió:
“La quiebra del régimen nacido en Octubre de 1917(…) privaron en efecto a la idea comunista no sólo de su territorio de elección, sino también de todo recurso: lo que murió ante nuestros ojos, con la Unión Soviética de Gorbachov, engloba todas las versiones del comunismo, desde los principios revolucionarios de Octubre hasta su historia, e incluso la ambición de humanizar su trayectoria en condiciones más favorables. Fue como si acabara de clausurarse el camino más grande jamás ofrecido a la imaginación del hombre moderno en materia de felicidad social. El comunismo nunca concibió otro tribunal sino la historia; helo aquí, pues, condenado por la historia a desaparecer en cuerpo y alma (…) Los regímenes comunistas han tenido que ceder el lugar, en pocos meses, a las ideas que la Revolución de Octubre creyó destruir y reemplazar: la propiedad privada, el mercado, los derechos del hombre, el constitucionalismo “formal”, la separación de poderes; en una palabra, toda la panoplia de la democracia liberal. En este sentido, el fracaso es absoluto, ya que implica la desaparición de su ambición original”[2].
Tras el desmoronamiento del bloque socialista politólogos y otros “expertos” comenzaron a elaborar nuevos mapas para describir de la manera más precisa el nuevo territorio que se estaba conformando. Fueron años en que las naciones y las personas se definieron en términos ideológicos, y súbitamente esto llegó a su fin, de manera que la pregunta que emergió fue: ¿qué viene después de la guerra Fría? El politólogo de origen polaco y consejero de Seguridad Nacional del Presidente estadounidense Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, habla de la “búsqueda de la certidumbre” a la necesidad de una interpretación práctica de la nueva era, puesto que el final de la Guerra Fría significó también la redefinición de la seguridad global. Escribe Brzezinski:
“Como es lógico, en los instantes inmediatamente posteriores al fin de la Guerra Fría, nadie tenía claro que cabía esperar del futuro, ¿Era aquellos el final de la era de las revoluciones? ¿La Guerra Fría había dado paso a la paz eterna? ¿El triunfo de la democracia estadounidense en su larga lucha contra el totalitarismo soviético era una señal de la pertinencia universal de la democracia? ¿O estaban emergiendo nuevas amenazas? ¿Qué idea definitoria esclarecería la esencia de los nuevos tiempos y daría sentido al nuevo estatus global de Norteamérica? Más aún, ¿Cuál debería ser ése papel global de Estados Unidos?”[3].
Brzezinski señala que se puso en boga el término “Nuevo Orden Mundial” (NOM), puesto que era una expresión que tenía la ventaja de dar a entender cosas distintas para diversos tipos de público. La palabra orden sugería, para los tradicionalistas, estabilidad y continuidad. La palabra “nuevo” implicaba, para los “progresistas” un reordenamiento de las prioridades. Por último, la palabra “mundial” transmitía a los internacionalistas idealistas, el benéfico mensaje de que la universalidad se había transformado en el nuevo norte y guía de la política exterior.
Por su parte, el politólogo estadounidense, Samuel Huntington (1927-2008), señala que estos intentos de cartografiar la política global constituyen mapas o paradigmas, los cuales omiten, distorsionan u omiten muchos aspectos de la realidad que resulta ser, claro está, mucho más compleja. Aún así, estos paradigmas o mapas simplificados son igualmente indispensables ya que ayudan a:
1-Ordenar la realidad y hacer generalizaciones acerca de ella.
2-Entender las relaciones causales entre fenómenos.
3-Prever y, si tenemos suerte, predecir acontecimientos futuros.
4-Distinguir lo que es importante de lo que no lo es.
5-Indicarnos qué pasos debemos dar para lograr nuestros objetivos.
Francis Fukuyama y el “Fin de la Historia”
Francis Fukuyama es un politiólogo con una dilatada carrera académica. Se ha desempeñado como Omer L. and Nancy Hirst Professor of Public Policy en la Universidad de George Mason, también fue profesor y director del International Development program at the School of Advanced International Studies de la Universidad de John Hopkins y actualmente es académico en la Universidad de Stanford. También fue miembro del Departamento de ciencias Políticas del thinktank “Reasearch and development” (RAND Corporation) y miembro del staff de planificación política del Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Francis Fukuyama saltó a la fama por un breve paper titulado “El fin de la historia”, publicado en 1989 en el Journal “National Interest”. Posteriormente el autor expandió su argumentación transformando su ensayo en un libro titulado “El fin de la Historia y el último hombre”, el cual fue publicado en 1992. El objetivo de esta parte es analizar las ideas de Fukuyama en relación al Nuevo orden Mundial (NOM) post-Guerra Fría e ir más allá de caricaturización que se ha hecho de los planteamientos del autor. Tal caricatura nos dice que Fukuyama simplemente se limitó a afirmar que, tras la caída de la URSS y el bloque socialista, la democracia liberal y el capitalismo se transformaron en las únicas opciones ideológicas viables en lo político e ideológico, de manera que estas, con el tiempo, se universalizarían. En otras palabras, la historia, como escenario de la dialéctica o choque de ideas habría llegado a su fin con el derrumbe de los socialismos reales, de manera que el mundo – occidental y no occidental – estaría condenado a la larga a adoptar la economía de libre mercado y los valores políticos heredados de la Revolución Francesa, encarnados en la democracia liberal.
Pasemos a examinar la argumentación de Fukuyama. ¿Qué quiere decir el autor con el “fin de la Historia”? En primer lugar tenemos que entender qué entiende el autor por “historia universal”. Fukuyama responde:
“por “Historia” o “Historia Universal” entendemos una transformación direccional y coherente de las sociedades humanas que afecta toda, o a casi toda, la humanidad”[4].
De acuerdo a Fukuyama, lo que se estaba presenciando hacia el final de la década de 1980 no era solamente el desenlace de la Guerra Fría o la desaparición de un período determinado de la historia, sino que se estaba presenciando el fin de la historia como tal, es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal como la forma ideal y final de gobierno en el largo plazo. Continúa explicando que su idea no es original, esto es, la idea de una historia lineal y direccional-teleológica, vale decir, que apunta hacia un fin.
Para entender el concepto de “filosofía de la historia” es preciso recurrir a ese libro “clásico” del filósofo e historiador británico, Robin G. Collingwood (1889-1943): “Idea de la historia”. Collingwood explica que el concepto de “filosofía de la historia” fue acuñado por Voltaire (1694-1778) en el siglo XVIII, para querer significar la historia crítica o científica. Resulta que Voltaire quiso deshacerse de la mayor parte de la historia Antigua ya que consistía en “viejos cuentos de comadres que ninguna mente ilustrada y consentido crítico podía creer”. Así, para Voltaire, los historiadores debían enfocarse en materias relacionadas con las cuestiones sociales y económicas. De esta manera, para el intelectual francés la “filosofía de la historia” era una nueva historia reformada, y la palabra “filosofía” venía a significar pensamiento sistemático y crítico.
Existe otra acepción para este término que es la de G. W. F. Hegel y otros escritores del siglo XVIII. De acuerdo a Collingwood, estos emplearon la misma designación que Voltaire, pero dándole un sentido diferente. Utilizaron el término para referirse a la historia universal o mundial. Un tercer sentido que menciona Collingwood es el dado por los positivistas del siglo XIX, para quienes la filosofía de la historia consistía en descubrir las leyes generales que gobiernan el curso de los acontecimientos. Así, concluye Collingwood:
“La tarea postulada por la «filosofía» de la historia, según la entendían Voltaire y Hegel, solo podía cumplirse por la historia misma, mientras que para los positivistas se trataba del intento de convertir la historia, no en una filosofía, sino en una ciencia empírica, como la meteorología. En cada uno de estos casos, un concepto distinto de filosofía era lo que determinaba la manera de conceptuar la filosofía de la historia. En efecto, para Voltaire, filosofía significaba pensar con independencia y críticamente; para Hegel, significaba pensar acerca del mundo como totalidad; para el positivista del siglo XIX, significaba el descubrimiento de leyes uniformes”[5].
El historiador británico, Edward Hallett Carr (1892-1982), destaca el rol de los judíos y los cristianos, quienes “introdujeron un elemento del todo nuevo postulando una meta hacia la que se dirige el proceso histórico: la noción teleológica de la historia. De esta forma adquirió la historia sentido y propósito, pero a expensas de su carácter secular. El alcance de la meta de la historia implicaría automáticamente el final de la historia: la misma historia se tornaba teodicea”[6].
Volviendo a Fukuyama, el autor toma distancia de cualquier filosofía de la historia rígida, inflexible y determinista. El autor hace alusión a la filosofía de la historia de Marx (y su materialismo histórico) que atraviesa una serie de fases impulsada por ese único motor – la lucha de clases – que, a la larga, llevaría a la humanidad a un paraíso terrenal caracterizado por el cese de la dialéctica de clases, así como el fin de cualquier contradicción. Pero esta no es la filosofía de la historia de Fukuyama, puesto que la de Marx y los marxistas-leninistas posteriores, resulta ser demasiado rígida y determinista. Los marxistas-leninistas cayeron en un teoreticismo dañino y ajeno a la realidad. De acuerdo a este, la teoría era perfecta, coherente y consistente, por lo que la realidad "debía" ajustarse a la teoría y, de no ser así, habría que violentar a la realidad para que terminase por encajar con la teoría (comunista). En un escrito posterior, Fukuyama escribió:
“Los marxistas tendieron a formular sus teorías sobre la historia de forma muy férrea: el feudalismo conduce inevitablemente al capitalismo, que inevitablemente se hunde debido a sus contradicciones internas y da paso al socialismo, etc. No sin razón, el uso erróneo de estas teorías deterministas para legitimar el terror político de Lenin y Stalin les han dado mala fama”[7].
En realidad, la filosofía de la historia de Fukuyama tiene en consideración a otro autor alemán, que influenció fuertemente a Marx: Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831)*. De acuerdo al autor, el historicismo de Hegel ha pasado a formar parte de nuestro bagaje intelectual contemporáneo. Fukuyama se refiere específicamente a aquella idea en virtud de la cual la humanidad ha atravesado una serie de etapas primitivas de conciencia, etapas que corresponden a formas concretas de organización social, para arribar finalmente a etapas de organización superior hasta llegar a un “momento absoluto”, a una “forma final y racional de la sociedad y del Estado”. Añade Fukuyama:
“Hegel fue el primer filósofo en utilizar el lenguaje de la ciencia social moderna, en la medida en que para él el hombre era producto de su entorno histórico y social concreto, y no, como anteriores teóricos del derecho natural habían sostenido, un conjunto de atributos “naturales” más o menos predeterminados”[8].
Cabe añadir que la lectura que hace Fukuyama de Hegel se encuentra mediada por la lectura que hace del pensador alemán el filósofo marxista ruso Alexandre Kojève (1902-1968). Kojève popularizó y difundió las ideas de Hegel contenidas en el complejo libro titulado “La fenomenología del espíritu”. En las clases de Kojève pasaron grandes personalidades de la intelectualidad francesa como Raymond Aron, Jean-Paul Sartre. Para Kojève, señala Fukuyama, la forma de comprender los procesos subyacentes de la historia requiere el conocimiento y comprensión de la esfera de las ideas o de la conciencia, puesto que son estas las que recrean el mundo material a su propia imagen, a diferencia de Marx, quien dio primacía a la infraestructura económica sobre la superestructura ideológica.
Un momento crucial en la Europa en que vivió Hegel fue la llegada del conquistador y emperador francés, Napoleón Bonaparte, a Jena (Alemania). La batalla de Jena (1806) habríasignificado el fin de la historia para Hegel, puesto que el emperador francés representaba aquella vanguardia de la humanidad (al igual que la vanguardia leninista) que traía consigo los principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Napoleón no fue, para Hegel, un mero aventurero ambiciosos, sino que marcó el comienzo del “Estado universal y homogéneo que haría real la posibilidad del reconocimiento universal”. Para Fukuyama, este reconocimiento universal se asemeja a una regla kantiana o una regla que surge de una posición original* (como la de John Rawls) que sería válida independiente de nuestro conocimiento de los hechos empíricos sobre el mundo y que son susceptibles de ser aplicados a seres racionales.
Un punto central, mencionado anteriormente, es el concepto de reconocimiento. Para el politólogo estadounidense la historia universal se encuentra construida sobre la división tripartita del alma establecida miles de años atrás por Platón: la razón, el deseo y el timos. Fukuyama destaca el esfuerzo de Kojève por llevar a cabo una interpretación antropológica de Hegel, destacando el hecho de que el ser humano es un ser que trabaja y lucha por el prestigio y el reconocimiento. Lo que Kojève muestra es cómo el sentido de identidad se alcanza a través del encuentro y lucha entre dos autoconciencias, hasta llegar al sometimiento de una de estas. Todos nosotros, desde que nacemos, luchamos por afirmar nuestra identidad frente a los obstáculos que se nos presentan. Desde que nacemos queremos satisfacer nuestras necesidades más básicas, desde las materiales hasta las psicológicas. Todos luchan por ser reconocidos por algo y lo que cambia es sólo el contenido del reconocimiento, pero el hecho es que, desde la persona más pobre hasta el más poderoso y rico, lucha por el reconocimiento.
Fukuyama llega a señalar que Hegel proporciona una comprensión más profunda y general de la motivación humana que el teórico inglés Thomas Hobbes. Si bien este último no desconoció el ferviente deseo de reconocimiento de los seres humanos (deseo que era fuente de conflictos sociales que sólo podían ser zanjados por medio del establecimiento un poder central fuerte), lo terminó subordinando al deseo racional, más cercano a aquel ser ficticio maximizador de utilidades de la microeconomía: el célebre “homo economicus”. Para entender mejor este concepto de reconocimiento, Fukuyama apela a la famosa frase de Alexis de Tocqueville (1805-1859), en su análisis de la democracia estadounidense: “la pasión por la igualdad”.
¿Qué significado tiene esta frase? El autor responde que no se refiere a la pasión por la igualdad física (los estadounidenses no aspiraban a ser todos fuertes, altos y apuestos), tampoco se refiere a la pasión por la igualdad de derechos legales, puesto que esto quedó en principio establecido cuando se fundó el país. Tampoco se refiere a la pasión por la igualdad en la condición económica. Lo que esta “pasión por la igualdad” realmente significa, de acuerdo a Fukuyama (y siguiendo a Hegel por medio de Kojève), es la “pasión por la igualdad de reconocimiento”, esto es, la igualdad de respeto y dignidad. Ya no queremos ser reconocidos como superiores (megalothymia), sino que deseamos ser reconocidos racionalmente como iguales (isothymia).
Lo que prevalece es un escenario anti-aristocrático (en términos nietzscheanos), es decir, no predomina la moral del Superhombre de Nietzsche y lo que queda es el “último hombre” (recordar el título del libro de Fukuyama), asociado con el cientificismo, el pragmatismo y la tecnocracia. Para Nietzsche, tal como lo explica en su “Así hablo Zaratustra”, el hombre es una cuerda – sobre un abismo – tendida entre el animal y el superhombre, por lo que el hombre no es una meta sino que un tránsito o un ocaso, añade el filósofo alemán. En lo que respecta al “último hombre”, para Zaratustra, este constituye lo más despreciable, puesto que es aquel ser incapaz de crear su propio sistema de valores y a aspirar a valores superiores.
En resumen, el mundo posthistórico de Fukuyama, prevalece un mundo en donde habitan seres que han cesado de reclamar el deseo de ser reconocidos como superiores para sólo reclamar su deseo de ser reconocido como iguales. En virtud de lo anterior, las reivindicaciones LGTB, feministas, ecologistas y minorías étnicas. Al respecto, escribe Fukuyama:
“A diferencia de lo que creen muchos economistas y teóricos de la elección racional, este deseo por la igualdad de reconocimiento no se puede reducir a motivaciones económicas; antes bien, buena parte de lo que pasa por ser motivación económica debe entenderse en términos de la lucha por la igualdad de reconocimiento. Sólo a este respecto, Hegel es una guía mejor para comprender nuestra política que Hobbes”[9].
¿Qué sucede con esta lucha por el reconocimiento con el final de la Guerra Fría? Fukuyama responde que el fin de la historia será un tiempo muy triste, puesto que la lucha por el reconocimiento, esa disposición por arriesgar la propia vida por una meta abstracta, por ejemplo, el ideal comunista, se verá reemplazado por el cálculo económico, la resolución de problemas técnicos y la satisfacción de las sofisticadas demandas comunistas. Este triste y aburrido mundo es lo que el autor denomina como era posthistórica. En suma, el derrumbe del marxismo-leninismo trae consigo como consecuencia la “Mercantilización Común” de las relaciones internacionales y la disminución de la probabilidad de un conflicto a gran escala entre los estados. El mundo posthistórico representa el final de las contradicciones que imprimen dinamismo a la historia. Aquí es donde debemos precavernos de simplificar y caricaturizar las ideas de Fukuyama.
El autor no propone que hemos llegado a un estado de cosas caracterizado por el estaticidad del mundo de las ideas, es decir, el triunfo indiscutible de la democracia liberal y del capitalismo y la ausencia de alternativas ideológicas. Fukuyama es claro en señalar que el “fin de la historia” no es una expresión sobre la condición empírica del mundo, sino que constituye un “argumento normativo concerniente a la justicia o idoneidad de las instituciones políticas democráticas liberales”[10]. Fukuyama aclara que su expresión el “fin de la historia” no pretendía ser una expresión empírica que describía la condición actual del mundo.
Tal expresión no quería dar a entender que se había llegado a un nirvana o satori ideológico, a un estado de autocomplacencia y plenitud en donde no habrían más conflictos a nivel internacional e intranacional. Cualquier observador atento de la dinámica mundial post-Guerra Se habrá percatado que en la primera mitad de la década de 1990 se dieron nuevos conflictos como la primera guerra del Golfo, la guerra étnica y religiosa en la exYugoslavia y el genocidio en Ruanda. Entonces, ¿qué significa tiene la expresión “fin de la historia? El autor responde que este es un enunciado de lo que debiera ser, por razones teóricas:
“(…) la democracia liberal y los mercados libres constituyen el mejor régimen o, más concretamente, la mejor alternativa de las disponibles para organizar las sociedades humanas (o si preferimos la fórmula de Churchill, el modo menos malo de hacerlo). Es el que mejor satisface (aunque no totalmente) los anhelos humanos más básicos, y por tanto cabe esperar que sea más universal y duradero que otros regímenes u otros principios de organización política. No obstante, no los satisface completamente, lo que significa que no debe darse por finalizada la resolución del problema histórico”[11].
Así, y en vista de los acontecimientos a finales de la década de 1980 y comienzos de la de 1990, Fukuyama señala que Friedrich Hayek (1899-1992) resultó tener la razón y no el otro economista austriaco, Joseph A. Schumpeter (1883-1950), quien llegó a señalar que el régimen económico socialista podía llegar a ser tan eficiente como el régimen de libre mercado y que el capitalismo minaría las instituciones sociales que lo protegían. De esta manera, el sistema capitalista crearía, inevitablemente, las condiciones en que no le sería posible vivir y tendría como resultado que su heredero legítimo sería el socialismo[12].
En suma, Schumpeter estaba equivocado y economistas e intelectuales como Ludwig von Mises y Friedrich Hayek estuvieron en lo cierto, no sólo en materia económica, sino que también política. La democracia política y económica resultarían ser las triunfantes.
La afirmación “fin de la historia”, señala Fukuyama, no depende, en el corto plazo, de los retrocesos o avances de la democracia en distintas partes del mundo. Más adelante añade:
“Es un enunciado normativo sobre los principios de la libertad e igualdad que subyacen a la Revolución Francesa y a la Revolución Americana, en el sentido de que se sitúan al final de un largo proceso de evolución ideológico, y de que no hay un conjunto superior de principios alternativos que los reemplazará con el tiempo”[13].
Ahora bien, el autor advierte que este enunciado normativo no puede divorciarse del hecho empírico. Agrega que el hecho empírico no puede, por sí mismo, demostrar completamente el enunciado normativo (salvo que la democracia liberal se universalizara completamente), aunque tampoco puede desaprobar su validez, salvo que se diera el caso extremo en que la democracia liberal desapareciera totalmente de la faz de la tierra. A esto añade:
“El hecho empírico no nos da ni nos puede dar la metodología determinista para predecir el futuro. Sin embargo, lo que sí puede hacer el hecho empírico es darnos un mayor o menor grado de esperanza de que el enunciado normativo sea cierto”[14].
No obstante lo anterior, el autor afirma que existe una correlación entre desarrollo económico y democracia, o para ser más preciso, Fukuyama señala que el proceso de modernización económica crea una predisposición hacia la democracia liberal. Ante la crítica posmoderna que había anunciado, en palabras de Jean-François Lyotard (1924-1998), el fin de los grandes relatos (véase mi artículo), el fin de la gran historia direccional y que anunció la génesis de los microrelatos en donde no existe ningún orador oficial y privilegiado de la Historia Universal, Fukuyama deshecha parte de esta crítica cuando de lo que se trata es negar el fenómeno de la modernización económica como una meta virtualmente universal:
“El académico postmoderno que afirma que la historia carece de una dirección coherente seguramente no contemplará nunca la idea de dejar su confortable barrio residencia de París, New Haven o Irvine para marcharse a Somalia, de criar a sus hijos bajo las condiciones higiénicas que predominan en Burundi a ola de enseñar filosofía postmodernista en Teherán”[15].
Fukuyama también critica a los relativistas morales que han seguido los pasos de Nietzsche o Martin Hedidegger, en la deconstrucción de la tradición metafísica occidental, ejercicio intelectual que, por lo demás, llevado a sus consecuencias lógicas, Fukuyama considera que puede llevar a consecuencias desastrosas. Para el autor, no es posible hablar de un “liberalismo posmodernista” o de un “liberalismo desideologizado”, ya que al proceder de esa manera se socava, a su vez, todos los principios igualitarios sobre los que descansa tal liberalismo. Se rechaza así toda la tradición de la Ilustración europea y los ideales de la Revolución Francesa y estadounidense.
Fukuyama también se hace cargo de las diferencias que mantiene a este respecto con su antiguo profesor en Harvard: Samuel Huntington (1927-2008). La diferencia esencial entre ambos autores es que para Huntington la democracia tiene un origen histórico, en un lugar determinado y un tiempo determinado. En suma, la democracia es un fenómeno occidental fruto de una tradición en la que confluyen Grecia y el cristianismo. Sin negar esto, Fukuyama se pregunta si es posible que la democracia liberal moderna puede desvincularse de sus orígenes y adquirir un significado para personas pertenecientes a culturas no cristianas o ajenas al mundo occidental. La respuesta de Fukuyama es que sí es posible.
El punto es que existe una correlación entre desarrollo económico y democracia:
“Cuando un país supera un nivel de renta per cápita de 6.000 dólares, ese país deja de ser una sociedad agrícola. Tiende a tener una clase media con propiedades, una sociedad civil compleja y un nivel educativo alto entre las masas y la élite. Todos estos factores tienden a promover el deseo de participación democrática, lo que conduce, de abajo a arriba, a la demanda de instituciones políticas democráticas”[16].
El sociólogo estadounidense, Seymour Martin Lipset (1922-2006), quien es citado por Fukuyama, añade a esta correlación, que la economía de libre mercado constituía el mejor camino para reducir el impacto de las redes nepotísticas, de manera que cuanto mayor era el alcance de las fuerzas del mercado, menores serían las posibilidades de que las élites se enriquecieran por medio del acceso privilegiado a los recursos y poderes del estado.
Fukuyama señala que nunca pensó que la democracia liberal, y el doble principio en la que se fundamenta, la libertad y la igualdad, se daría a una escala que trascendiera al Estado-nación: una democracia global:
“El éxito de la democracia depende en gran medida de la existencia de una comunidad política genuina que esté de acuerdo con ciertos valores e instituciones básicas comunes. Los valores culturales comunes generan confianza y digamos que lubrifican la interacción entre los ciudadanos. La democracia a escala internacional es casi imposible de imaginar dada la diversidad real de pueblos y culturas implicadas. La mala opinión que tienen muchos estadounidenses sobre instituciones internacionales como la ONU refleja en parte la lentitud e ineficiencias de la acción colectiva a escala internacional, entre diversas sociedades que buscan la acción colectiva basada en el consenso colectivo”[17].
El autor añade que los europeos han considerado al Estado nacional soberano como fuente de egoísmo colectivo y nacionalismo, mientras que los estadounidenses han tendido a creer que la fuente de legitimidad reside en la democracia constitucional soberana. Pareciera que en nuestros días, el proyecto de democracia global de la Unión Europea (si es que se puede denominar a semejante burocracia “democracia”) está sometida a una fuerte presión producto, entre otras razones, de la ola de refugiados. El Brexit fue un claro ejemplo de que el nacionalismo no ha sido superado por los europeos.
En el próximo artículo abordaremos otra célebre obra, la de Samuel Huntington y su idea del “choque de civilizaciones”, un paradigma que coloca el énfasis en las diversas civilizaciones existentes y en los potenciales conflictos que pueden emerger producto de las diferencias culturales.
[1] Ryszard Kapuściński, Imperio (España: Anagrama, 2010), 333-334.
[2] François Furet, El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX (México: FCE,1996), 569-570.
[3] Zbigniew Brzezinski, Tres presidentes. La segunda oportunidad para la superpotencia americana (España: Paidós, 2008), 43-44.
[4] Francis Fukuyama, Reflexiones sobre “El fin de la historia” cinco años después, en ¿El fin de la historia? Y otros ensayos. (España: Alianza Editorial, 2016), 118.
[5] R. G. Collingwood, Idea de la historia (México: FCE, 2004), 59.
[6] E. H. Carr, ¿Qué es la historia? (España: Editorial Ariel , 2001), 192-193.
[7] Francis Fukuyama, op. cit., 118.
* Puede consultar en mi página mi ensayo sobre Hegel en "Escritos".
[8] Ibid., 58.
*Imagine el lector que está en un proyecto de crear una nueva sociedad de la cual no sabe nada y que tiene que escoger una serie de principios tras un velo de ignorancia, bajo los cuales se regirá tal sociedad. ¿Qué principios éticos escogería sabiendo que esos mismos principios serán aplicados a su persona (teniendo en consideración que usted no sabe cuáles serán sus características y rasgos en esa nueva sociedad).
[9] Ibid., 133.
[10] Reflexiones sobre “El fin de la historia” cinco años después, op. cit., 102.
[11] Ibid., 108.
[12] Joseph A. Schumpeter ¿Puede sobrevivir el capitalismo? La destrucción creativa y el futuro de la Economía global (España: Capitan Swing Libros, 2010), 48.
[13] Francis Fukuyama, op. cit., 110.
[14] Ibid., 111.
[15] Ibid., 119.
[16] Ibid., 146.
[17] Ibid., 157-158.