(III) Reflexiones en torno al nacionalismo (por Jan Doxrud)
Para Ernest Gellner, el nacionalismo también es un fenómeno propio de la modernidad, el resultado del proceso de transición desde sociedades basadas en la agricultura a las sociedades industriales. A esto hay que añadir aspectos como el proceso de homogeneización por medio de la educación y la estandarización de la lengua. Charles Taylor, por su parte, explica que se puede hablar de nacionalismo cuando el fundamento de la lealtad política común es alguna identidad étnica, lingüística, cultural o religiosa que existe de manera independiente de la sociedad y la organización política. Si uno es nacionalista, añade el mismo autor, entonces se debe lealtad al Estado de “X”, donde “X” es la identidad nacional propia. Otro punto relevante del autor es que el nacionalismo es un fenómeno esencialmente moderno, de manera que, al examinar conflictos como el serbo-croata, debemos diferenciar el fundamento moderno de tal conflicto – “soberanía popular” y la “autodeterminación” – de aquellos que podemos considerar como ancestrales, de manera que, para Taylor, el nacionalismo no es una “reacción atávica”. A continuación, Taylor se plantea las siguientes preguntas:
“¿Por que surge el nacionalismo? ¡Por qué no podían los alemanes ser simplemente felices formando parte del imperio liberal de Napoleón, como habría deseado Hegel? ¿Por qué no solicitaron los argelinos la plena ciudadanía francesa, a la que habrían tenido derecho según la lógica de que L'Algérie, c'est la France, en lugar de ir en pos de la independencia?”[1].
Según Taylor, el rechazo, es decir, el que los alemanes y argelinos no deseasen ser absorbidos por el imperio napoleónico y por Francia respectivamente, proviene de las elites, que se encuentran familiarizadas con la cultura de la metrópoli que rechazan. Si el movimiento nacionalista tiene éxito, entonces las masas son inducidas a participar en esta empresa dirigida por las elites. La explicación de las fuentes de dicho movimiento son dos. La primera fase la constituye el rechazo por parte de las elites. Pero antes de esto hay que examinar brevemente el concepto de modernidad de Taylor.
El autor compara la modernidad como una ola que trae consigo el surgimiento de la economía industrial de mercado, el Estado burocráticamente organizado y modos populares de gobierno. Esta ola viene a alterar o conmocionar la cultura y tradiciones de los pueblos, como fue el caso del imperialismo europeo en continentes como América o África, donde las culturas locales fueron prácticamente destruidas. Ahora bien, Taylor añade que la modernidad no es en realidad una sola ola, de manera que la modernidad debe ser entendida en plural, ya que emergen “modernidades alternativas” como puede ser el caso de la japonesa (era Meiji) o la India (Nehru).
Desde este punto de vista la ola de la modernidad puede ser percibida por otras culturas como una amenaza y nace así lo que Taylor denomina como un “llamamiento a la diferencia” por parte de las elites. Dentro de la dinámica conquistador-conquistado y superioridad-inferioridad, Taylor señala que a la elite se le plantea un desafío: el de la dignidad. Pero esta dignidad no es aquella de las sociedades jerárquicas o de órdenes, sino que de las sociedades horizontales, donde la dignidad es compartida por todos y no viene determinada por la posición ocupada (clero, nobleza, estado llano). Una forma de responder a este desafío es llegando a un acuerdo con los conquistadores y la otra es recurrir a la fuerza.
La segunda fase consiste en la generalización del nacionalismo, su esparcimiento entre las masas. Esto puede realizarse por medio de la presencia de un líder carismático, como fue el caso de Gandhi, o sembrando el temor (amenaza de ser exterminados o exiliados) y la desconfianza en los otros que pertenecen a otra cultura, lo que puede desembocar en discordias y matanzas como las sucedidas en Bosnia. Taylor denomina lo anterior como nacionalismo defensivo, tal como fue el caso de la independencia de india y la posterior partición que dio origen a dos naciones: Pakistán y Pakistán oriental llamado posteriormente Bangladesh (1971). El “padre” del nuevo Estado de Pakistán, Mohammed Alí Jinnah, de acuerdo a Taylor, impulsó la formación de aquella nación con el objetivo de preservar la identidad musulmana modernizada (y secular en el caso de Jinnah) frente al peligro de verse superados el Estado hindú.
Otro punto que destacan los estudiosos del tema es que el nacionalismo, como “ideología”, presenta características distintivas de las cuales otras ideologías carecen. Por su parte, Miquel Caminal i Badia explicaba que el socialismo, el liberalismo y los demás “ismos” respondían a la pregunta sobre “cómo se gobierna” o cómo se debería gobernar una sociedad en todos sus ámbitos y, por ende, se planteaba también la cuestión acerca de la relación entre individuo, sociedad y Estado. En lo que respecta al nacionalismo, señala el mismo autor, este responde a la pregunta sobre cuál tiene que ser el objeto del Gobierno y establece una relación entre individuo y sociedad. Continúa explicando Caminal:
“Es por esta razón que muchos nacionalismos hacen referencia al sentimiento de pertenecer a una comunidad nacional. En este sentido, puede afirmarse que el nacionalismo constituye una especia de religión nacional del Estado moderno. No es casual que la religión haya sido un elemento capital en la formación de la identidad nacional de algunos Estados modernos, como en el caso de España o Inglaterra, en el mantenimiento de la identidad nacional frente a poderosos Estados vecinos, como en el caso de Polonia, en la defensa de la propia identidad frente a la expansión imperialista (…)”[2].
Añade el mismo autor que el nacionalismo no debe ser reducido puramente a un sentimiento de pertenencia a una comunidad, ya que este también es el resultado de un proceso histórico vinculado a la formación de la nación moderna y es desde este punto de vista que hay que entender que el nacionalismo es una ideología moderna, puesto que su razón de ser está indisolublemente relacionado con la razón de ser del Estado moderno. Caminal Badía aclara que los primeros teóricos del Estado nacional y moderno, como Maquiavelo, Hobbes o Bodin, tendieron, más bien, a justificar el Estado como unidad de poder soberano y no defendieron, por ende, la idea de la unidad nacional. La identidad nacional vendría a ser una consecuencia (no antecedente) de la unidad estatal.
Las ideas de estos autores serían retomadas por otros filósofos posteriores quienes darían un impulso a la idea de la “nación moderna” que lograse superar la poliarquía medieval y el universalismo de la Iglesia católica. Serían las monarquías nacionales las primeras que lograrían este cometido, pero aún quedaba un largo proceso que recorrer y que guardaba relación con que aquella comunidad de individuos se sintiesen identificados con su nación, con ese espacio delimitado por fronteras en el cual habitaban. Caminal Badia explica que el pensamiento político moderno ha utilizado dos vías para relacionar individuo y colectividad: la voluntad y la identidad. De acuerdo a la teoría de la voluntad política el fundamento de la nación radicaría en la voluntad de los individuos que la integran.
En el caso francés, en la primera etapa de la Revolución de 1789, Sieyès identificó el Tercer Estado (aquellos que no pertenecían a la nobleza y al alto clero, y pagaban impuestos) y nación, definiendo de esta manera la nación como un cuerpo de asociados que viven sujetos a un a ley común y que se encuentran representados por una misma legislatura. Al respecto comenta Caminal Badía: “La identidad de los asociados vendría dada por su vinculación obligatoria a la ley común, que sería expresión final de su voluntad política por medio de la legislatura. La definición trasciende la identidad real entre burguesía y Tercer Estado para convertirla en identidad formal entre Tercer Estado y nación (…) La voluntad política”, entendida de este modo, sería la única base constitucional de la nación política y legitimadora del Estado[3].
Al lado de esta concepción de “nación política” tenemos la de “nación cultural”, como explica Caminal Badía, emergió como una respuesta al cosmopolitismo abstracto y uniformador del pensamiento racionalista, así como contra la utilización del liberalismo para justificar las invasiones y expansionismo del imperio napoleónico (como fue el caso del nacionalismo español y alemán). El problema de la nación política de Sièyes es que no resolvía el problema de la identidad y sólo resultaba ser un conveniente artificio que servía para legitimar el dominio territorial del Estado. Al respecto escribe Caminal Badia:
“Personas de distintas etnias, religiones, lenguas o culturas podrían formar parte de la misma nación política. Esa es la diferencia esencial entre nación política y nación cultural. Vico y Herder fueron probablemente los primeros en criticar el cosmopolitismo abstracto y el falso universalismo de la nación política al destacar la singularidad de las personas a partir de su lengua y cultura. Para ambos, la historia, las costumbres, la religión, la cultura y, en especial, la lengua, eran los rasgos diferenciales de un pueblo, aquellos que le dan identidad y permanencia. La nación política era mudable y cambiante, mientras que la nación cultural permanecía en el tiempo. Herder otorgó una especial relevancia a la lengua por considerarla el elemento principal que distingue a un pueblo de otro y que, asimismo, expresa la cohesión de todos los miembros de un pueblo determinado. El cosmopolitismo bien entendido, es decir, la universalización de los derechos comunes a todos los ciudadanos, tenía que partir del reconocimiento de la particularidad y diversidad de pueblos con su propia lengua y cultura”[4].
Aquí entra en escena el pensador alemán Johan Gottlieb Fichte (1762-1814) y su Discurso a la nación alemana (1808). Como explica el cientista político catalán, Fichte es de suma relevancia puesto que fue el primer nacionalista que promovió el patriotismo de las naciones sin Estado para que se convirtiesen en Estados independientes. Con Fichte nos encontramos en el terreno del “nacionalismo cultural”, pero con la particularidad de que este pensador alemán, explica Caminal Abadía no trataba de descubrir las características que identificaban a la nación alemana, sino que le interesaba crear las condiciones educativas que permitiesen poseer y extender la conciencia nacional.
De acuerdo con Fichte la nación cultural constituía la base para construir la nación política, y el pueblo y la patria se encontraban por encima del Estado. Junto a los conceptos de “nación política” y “nación cultural” tenemos también la “nación jurídica” o “Estado”. Resulta que para elaborar una teoría completa de la nacionalidad no basta solamente apelar a la voluntad y a la cultura, ya que hace falta otro elemento de relevancia: la existencia factual del Estado y la realidad jurídica de la nación. De acuerdo a Caminal Badía la concepción del Estado como un mero artificio frente a la “nación cultural” ha sido uno de los errores o ingenuidades de los defensores de la nación en su acepción de “nación cultural” como “nación natural”. En palabras del autor:
“El Estado es un ordenamiento jurídico que constituye y define los elementos del Estado, pero también es un modo de organización social. Toda persona forma parte por origen de una comunidad cultural, está vinculada jurídicamente a un Estado y no a otro y, además, puede sentirse identificada en muy diferente grado con su comunidad cultural, sea con los dos, con uno de los dos o con ninguno de los dos. El nacionalismo es aquello que crea esta identidad, sea cuál sea el contenido de la misma. Es por ello por lo que es el nacionalismo lo que crea la nación y no inversamente”[5].
Siguiendo a Hobsbawm, Caminal Badía señala que la esencia política del nacionalismo moderno es su petición de autodeterminación, vale decir, su deseo de constituirse en Estado-nación, o lo que es lo mismo, en una unidad territorial soberana e idealmente homogénea, donde los ciudadanos habitan en una nación definida bajo criterios convencionales que pueden ser de distinta índole: lingüísticos, étnicos o históricos. Como explica el académico de ética, Jonathan Glover, el nacionalismo vendría a ser entonces la creencia de que una nación ha de poder determinarse y esto sólo puede lograrse en la medida en que la nación tenga su propio Estado. Los Estados nacionales aspiran alcanzar un alto grado de cohesión cultural para que las personas puedan desarrollarse en una atmósfera común mínima y para lograr esto, la lengua juega un papel fundamental.
Como explica Benedict Anderson, la revolución lexicográfica en Europa creó y difundió gradualmente la convicción de las lenguas eran una suerte de propiedad personal de grupos muy específicos. Hay que tener en consideración que en Europa no existía aún una homogeneidad lingüística. Por ejemplo, en Rusia de los Romanov del siglo XVIII, la lengua oficial de la corte era el francés, mientras que el alemán era la lengua de la nobleza provincial. Anderson nos recuerda que fue sólo tras la invasión de Napoleón que el conde Sergei Uvarov propuso en un informe(1832) que el reino se fundamentase en los principios de la autocracia, la ortodoxia y la nacionalidad. Pero habría que esperar el año 1887 para que el ruso se transformara en la lengua obligatorio. El Japón post-Tokugawa, el de la era Meiji, también comenzó un proceso de homogenización lingüística y cultural, tal como lo habían realizado las potencias occidentales.
En primer lugar, y gracias al entrenamiento y la tecnología militar occidental, lograron terminar con el antiguo sistema “feudal” y el régimen social imperante durante el shogunato, lo cual significó el fin de la era de los samurai. Como explica Anderson el gobierno Meiji contó con tres factores fortuitos que facilitaron este proceso de centralización del poder y homogenización lingüística y cultural. En primer lugar existía una homogeneidad etnocultural en Japón como resultado de la política de aislamiento del régimen anterior. Ahora bien, tal aislamiento fue parcial y fue a comienzos del siglo del siglo XIX bajo el periodo Meiji, que tal política del periodo Tokugawa fue conocida como “Sakoku”. Continúa explicando Anderson que, a pesar de que el japonés que se hablaba en Kyushu era incomprensible en la isla de Honshu e incluso en Tokio y Osaka, el sistema de lectura ideográfica se había venido aplicando durante un largo tiempo en las islas, lo cual facilitó la alfabetización masiva mediante las escuelas
En lo que respecta a los conflictos nacionales, Caminal Badía explica que este no se da solamente por el hecho de que en un Estado exista más de una cultura nacional. Esta clase de conflictos pueden originarse debido a que el Estado admite sólo una clase de nacionalismo: el estatal-nacional. El académico catalán resume de la siguiente manera su punto sobre las diversas concepciones del concepto de nación (política, cultural y jurídica):
“Al nacionalismo actúa, pues, en dos direcciones: por un lado, todo Estado-nación jurídica quiere llegar a ser, si no lo es ya, nación política y cultural; por otro, toda nación cultural que toma conciencia política de su identidad quiere llegar a ser un Estado-nación jurídica”[6].
Más adelante añade el mismo autor:
“El origen del nacionalismo sin Estado no se encuentra únicamente en el hecho unilateral de que una nacionalidad tome conciencia política de sí misma y de que, por consiguiente, quiera ejercer el derecho a la autodeterminación. Los nacionalismos sin Estado han nacido históricamente como imágenes especulares de un Estado-nación constituido, sea para separarse, sea para conseguir un determinado nivel de reconocimiento jurídico como nación política. ¿Habría escrito Herder los Discursos a la nación alemana en 1808 de no haberse producido la invasión napoleónica? La nación alemana es una creación del nacionalismo de Fichte a partir del hecho objetivo de la existencia de una realidad histórica y cultural diferenciada, destinada a crear una conciencia moral que permitiera oponerse al invasor y garantizar la independencia mediante la constitución del propio Estado nacional”[7].
El autor presenta 4 modelos donde muestra la relación entre la nación jurídica (NJ), la nación política (NP) y la nación cultural (NC).
A-Modelo 1: cuando el Estado o nación jurídica se corresponde con NC y NP nos encontramos ante un Estado-nación cohesionado, donde los ciudadanos se sienten plenamente miembros de la colectividad. Ejemplos de esto son países como Noruega, Dinamarca o Islandia.
B-Modelo 2: cuando la NJ coincide con la comunidad de cultura, pero el ámbito territorial de esta última es mayor que el Estado, puede traducirse en el surgimiento de fenómenos como el pannacionalismo. Ejemplos de lo anterior es el panarabismo de Nasser o el pangermanismo de Hitler, o aquellos casos en donde la nación se encuentra dividida en dos Estados: el caso de Alemania y Vietnam durante la Guerra Fría y el caso actual de la península de corea.
C-Modelo 3: es el más complejo y en el que existen más números de casos, es decir, donde NJ es igual a NP, pero donde NJ no es igual a NC. Esta situación se da cuando la nación jurídica abarca un territorio donde se produce una situación de plurinacionalidad y multiculturalidad, pero donde igualmente existe correspondencia suficiente entre la NP y la NJ. Un ejemplo de esto es Suiza, así como otros países: Canadá, Gran Bretaña, España o Bélgica, entre otros,.
D-Modelo 4: en este caso NJ no es igual a NP y NJ no es igual a NC, lo que se da en algunos países “plurinacionales2 del “Tercer Mundo” que carecen de estructuras políticas democráticas, lo cual lleva a que los conflictos entre etnias se resuelvan por medio de la violencia y el genocidio como fue el caso de Ruanda .
Cabe añadir que la NP se diferencia de la NC y la NJ y es su pluralidad interna. Tanto en la NC como en la NJ la nación se define a partir de rasgos convencionales y que se sitúan al margen de la voluntad subjetiva de sus miembros.
Palabras finales
Hacia el año 1955 el Canciller de la República Federal Alemana, Konrad Adenauer estaba convencido de que, como consecuencia de dos guerras mundiales, era necesario advertir que las naciones no podían vivir exclusivamente de sus deseos e inclinaciones. El nacionalismo cegaba a los países y obstaculizaba el camino hacia la paz y cooperación en Europa. De acuerdo a esto, el político alemán invitaba a dejar de lado las ideas nacionalistas, ya que pertenecían a una época que resultaba ser incompatible con el presente que estaba viviendo Europa. Sesenta años más tarde la Canciller alemana Ángela Merkel junto a Francois Hollande, advertían en la emblemática localidad de Verdun, sobre los peligros de una la división dentro de Europa, así como el cultivo del miedo y el odio.
Lamentablemente carecemos de oráculos en ciencias sociales y no sabemos que deparará el futuro. Pareciera que el fenómeno del controvertido concepto de nacionalismo suele reaparecer cada cierto tiempo. El proyecto de la Unión Europea se encuentra en estos momentos bajo presión y bajo tela de juicio por parte de los ciudadanos y partidos políticos. Ahora bien, no todos quienes están contra el proyecto de la Unión Europea necesariamente lo hacen apelando al ultranacionalismo, ya que se pueden apelar también a un nacionalismo moderado (recuperar la soberanía perdida) o al liberalismo (no es el proyecto de la UE el problema sino que el actual modelo caracterizado por un Superestado burocrático que carece de legitimidad democrática).
En Estados Unidos Trump ha puesto en el debate el tema del nacionalismo estadounidense, intentando recuperar una suerte de esencia estadounidense que se ha perdido y que él, Trump, recuperará. Puesto que el cosmopolitismo parece ser un ideal aún muy lejano, la solución es buscar el “punto medio”, el amor sano por la patria. Podemos optar también por el cosmopolitismo tal como lo entendía Jorge Luis Borges, esto es, no como indiferencia a nuestro propio país, sino como una generosa ambición de desear ser sensibles a todos los países. Aún así, estas parecen ser todavía palabras mayores, me refiero a la capacidad de los seres humanos de extender el circulo moral en materia de las relaciones internacionales.
[1] Ibid., 73.
[2] Ibid., 233.
[3] Ibid., 235.
[4] Ibid., 237.
[5] Ibid., 239.
[6] Ibid.
[7] Ibid., 242.