Como indiqué anteriormente, los estudios poscoloniales (así como otras disciplinas que veremos a continuación) tiene un carácter activista y, por ende, busca materializar cambios en la sociedad. Los autores citan las palabras de la académica Linda Hutcheson para quien lo poscolonial, al igual como sucede con el feminismo, constituyen empresas políticas de desmantelamiento, pero también buscan construir “en la medida en que implica una teoría de agencia y cambio social de la que carece el impulso deconstructivo posmoderno”. Anteriormente señalé que no todas esta disciplinas han aplicado los principios propios del posmodernismo. Tomemos el caso del feminismo y estudio sobre la mujer que también se caracterizan por su intenso activismo.
Plusckrose y Lindsey citan el caso de la historiadora y crítica literaria, Mary Poovey. Para la académica la deconstrucción es una herramienta útil para, por ejemplo, poner en evidencia y minar los estereotipos de género que son fruto de una construcción histórico-social. Ahora bien, el problema de llevar al extremo la deconstrucción (y a la difuminación de barreras y binarismos) es que el mismo concepto de mujer terminaría por desaparecer. El punto es que una cosa es desmantelar roles de género y otra es desmantelar el sexo.
Esto último significaría el fin de cualquier tipo de estudio sobre la mujer, sobre los prejuicios en torno a ella y los roles de género que ha despeñado a lo largo de los siglos. Igualmente haría imposible el activismo (y no sólo en el ámbito sexual), puesto que no habría ni explotador ni explotado, ni victima ni victimario. Tal postura de erradicar los límites, abrazar una realidad eternamente fluida y rechazar la realidad objetiva es defendida por Judith Butler para quien el sexo y el género son socialmente construidos.
Esto nos lleva al concepto de “queer” que, como explican los autores:
“es aquello que queda fuera de las categorías, especialmente aquellas utilizadas para definir hombre y mujer, masculino y femenino, heterosexual y homosexual; alterar y desmantelar esas categorías es esencial para el activismo”.
Otros herederos del posmodernismo no solo no incorporaran ciertas ideas de este (como Poovey) sino que también esgrimieron fuertes críticas contra este. Tenemos el caso de bell hooks (con minúscula) quien en “Posmodern blackness” criticó al posmodernismo – y en defensa del “identity politics” – por estar dominado por intelectuales hombres blancos y élites académicas. Por ende, la crítica radica en la génesis, es decir, las ideas posmodernas provienen de personas con un sexo determinado (hombres), de una “raza” determinada “blancos” y nivel socioeconómico y educativo determinados. Junto con lo anterior, hooks no acepta la ya mencionada “difuminación de las fronteras” puesto que ella busca reforzar ciertas identidades. En palabras de Pluckrose y Lindsay:
“hooks afirmó que el pensamiento posmoderno se equivocó al desestabilizar el concepto de identidad, lo que lo llevó a excluir las voces y experiencias unificadas de los estadounidenses negros (en particular las mujeres negras) y sus aspiraciones de alterar las narrativas dominantes con el fin de lograr la igualdad racial”.
Otra autora citada es Kimberlé Crenshaw, célebre por el concepto de “interseccionalidad” en virtud de la cual las personas pueden ser discriminadas por situarse en la intersección de múltiples identidades oprimidas (por ejemplo ser mujer y migrante, o ser mujer afroamericana). En este caso vemos que no aplica el principio de la “difuminación de fronteras” puesto que se afirman no solamente identidades, sino que también se establecen hechos objetivos en materia moral (que existe la discriminación por causas étnicas o sexuales)
Regresemos a la teoría queer que, como señalan los autores en el capítulo 4, constituye una forma de liberación de lo que es considerado como “normal”, especialmente en materia de género y sexualidad. Así, el lector podrá inferir que quienes defienden esta postura, se muestran hostiles a argumentos en contra de índole biológico, puesto que serían reduccionistas y esencialistas (y además fóbicos). Por ende ya no se trata de trascender los roles de género sino que deshacerse del concepto mismo de sexo, lo que se traduciría en abandonar el binarismo hombre-mujer para entrar en un mundo fluido donde no existen categorías rígidas en donde son insertados los seres humanos.
Así, ser queer no solo es ir más allá de las categorías hombre-mujer, masculino-femenino, heterosexual-homosexual, sino que también pueden significar que puedes asumir cada una de estas categorías de acuerdo a tu voluntad, como si se tratase de juegos de rol. Como explican Pluckrose y Lindsay, los adherentes a la teoría queer rechazan el concepto mismo de norma y normatividad, así como también cualquier tipo de categoría puesto que estas últimas son concebidas como cárceles que obstaculizan el potencial performativo de las personas.
En virtud de lo anterior resulta obvia la contradicción en la que caeríamos si quisiéramos “definir” al movimiento queer puesto que esto significaría delimitarlo y este movimiento rechaza justamente los límites. Los autores citan las palabras de la académica neozelandeza Annemarie Jagose, plasmada en su libro “Queer Theory: An Introduction”
“No es simplemente que lo queer aún tenga que solidificarse y adquirir un perfil más consistente, sino más bien que su indeterminación definitoria, su elasticidad, es uno de sus características constitutivas. características. La incoherencia de la teoría queer es una característica intencional, no un error.
Tenemos, pues, que la teoría queer no es una postura que simplemente nos diga algo de sentido común y que es que el ser humano sea prisionero de su biología. Esta va más allá puesto que la biología carece de relevancia y es tachada simplemente de reduccionista o de ser un visión esencialista, de manera que se le cierra la puerta a los avances realizados en materia de sexo y género desde el punto de vista de la psicología y biología.
Pasemos a examinar el caso de los denominados “disability studies”. De acuerdo con los autores esta idea, por lo demás deseable, de querer integrar a las personas que tengan algún tipo de discapacidad física o mental en la sociedad, sufrió un cambio radical en la década de 1980. Sucedió que los “estudios sobre discapacidad” comenzaron a ver la capacidad como una construcción social, al igual que la condición de estar sano, es decir, sin discapacidad. La discapacidad, incluyendo enfermedades mentales tratables, llegó a ser valorada y concebida como un conjunto de “grupos de identidad marginados” en contraste con las aquellas identidades consideradas “normales” de personas sanas. Para ser más claros, sucedió que la discapacidad paso de ser concebido como algo que reside en el individuo a verla como algo impuesto a los individuos por la sociedad que no se adapta a sus necesidades.
En virtud del modelo médico o individual, explican Pluckrose y Lindsay, la discapacidad es algo que afecta a una persona y la solución consiste en corregir la condición incapacitante o mitigar sus deficiencias, para que así aquellas personas puedan relacionarse con el mundo al igual como lo hacen las personas que no tienen una incapacidad. Por otro lado, los autores destacan el modelo social de discapacidad, en donde la responsabilidad recae en la sociedad para acomodar al individuo con discapacidades. En relación con este último enfoque los autores citan el siguiente pasaje del sociólogo y activista Michael Oliver (1945-2019) extraído del libro “Social Work with Disabled People”
“La discapacidad es la desventaja o restricción de la actividad causada por las normas políticas, económicas y culturales de una sociedad que tiene poco o nada en cuenta a las personas que tienen discapacidades y, por lo tanto, las excluye de la actividad principal. (Por lo tanto, la discapacidad, como el racismo o el sexismo, es discriminación y opresión social)…. Este modelo social de discapacidad, como todos los paradigmas, afecta fundamentalmente la visión del mundo de la sociedad y, dentro de ella, la forma en que se ven los problemas particulares”.
Incluso en inglés se habla de “ableism” (to be able o ser “capaz”) que impone una suerte de paradigma o un discurso hegemónico en virtud del cual es mejor no ser discapacitado que serlo. Siguiendo las ideas de Lydia X. Y. Brown, los auotres explican que este “ableism” (“capacitismo”) constituiría un sistema de valores de tipo “ablenormative” (normado por quienes no sufren una discapacidad) jugando así el mismo rol que, en el plano sexual, tiene el concepto de “heteronormatividad” que impone un discurso que niega o invisibiliza las denominadas “disidencias sexuales”.
Caemos así en el ya conocido paradigma binario o maniqueo en donde se enfrenta un polo explotador (por ejemplo el hombre blanco heterosexual, el hombre occidental colonizador o el burgués) con un polo explotado (homosexuales, los colonizados o el proletario), siendo en este caso los “capacitados” contra los “discapacitados”. Junto con esto, dentro de esta visión impera ya no un escepticismo dino que un rechazo contra la ciencia en particular la medicina, puesto que sucedería algo similar que en caso queer: el rechazo de lo perciben como imposición de categorías.
En el caso de la medicina, discurso médico sería opresivo puesto que impone categorías rígidas como el de autista o esquizofrénico. Incluso citan las palabras de Brown en donde se muestra contrario en darle poder al “complejo médico-industrial y su monopolio para definir y determinar quién cuenta y quién no como autista”. Piense el lector en las consecuencias si extendemos este discurso de difuminar los límites otras categorías como el de niñez, adolescente, vejez, etc (o incluso aquellas categorías que nos definen como seres humanos y que nos diferencian de otras especies animales)
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