“Los principales inconvenientes de la sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para procurar la ocupación plena y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos”.
John Maynard Keynes. La Teoria General del Empleo, el Interés y el Dinero (Capítulo 24)
7) La teoría económica de John Maynard Keynes (por Jan Doxrud)
Hasta aquí paréntesis sobre Marshall, ahora continuemos con Keynes. Señalamos que Keynes y sus amigos economistas crecieron bajo la sombra de Marshall, pero sería Keynes con su “Teoría General” (en adelante TG) el que desafiaría las enseñanzas del maestro lo cual le valió varias críticas, como las de Arthur Pigou (1877-1959), sucesor de Marshall en la cátedra de Economía en Cambridge. Pero, como apunta Skidelsky, Keynes siguió siendo inequívocamente un “marshalliano”, en el sentido de que la visión económica de Marshall sirvió de instrumento para descubrir la verdad concreta.
Continúa explicando el biógrafo que Keynes formó parte de la última generación que afirmaba gobernar las cuestiones humanas en nombre de la cultura, de manera que se dirigía al mundo no como un técnico, sino que como un sacerdote (como el Marshall “predicador”). Es sabido que Keynes era un hombre que tenía un exceso de confianza en sus capacidades y, como apunta Skidelsky, era un miembro de la aristocracia intelectual y su historia había sido una de casi perfecto éxito. Esto también se podía notar en el tono de su “TG”.
Antes de su publicación, a comienzos de 1935, escribió una carta George B. Shaw en donde se refería al tema del marxismo, pero en un pasaje Keynes aseveraba que estaba escribiendo un libro sobre teoría económica que creía que iba a revolucionar en gran medida – en el curso de 10 años – la forma en que el mundo pensaba en los problemas económicos. A esto añade Skidelsky:
“La idea de que estaba diciendo algo nuevo parece haberle acompañado desde el principio, junto con la convicción de que sus mayores eran demasiado estúpidos o convencionales para entenderlo (…) esto no era tan solo la arrogancia de un individuo, sino la arrogancia de un lugar, Cambridge. Keynes se proclamó a sí mismo como un rebelde contra la ortodoxia marshalliana. Pero durante la mayor parte de su vida, la economía de Cambridge, al igual que la filosofía de Cambridge, se vio a sí misma como más avanzada que nada de lo que se estuviera haciendo en otra parte ”.
Keynes es descrito por Skidelsky como una persona “maravillosamente polifacética” y con una “maquinaria de pensamiento soberbiamente eficaz”. No fue un experto ni una eminencia en las disciplinas que abarcó. Por ejemplo, no fue un notable matemático, un notable filósofo o un historiador connotado. Pero, como señala su biógrafo, su genialidad radicaba en la combinación de sus dones. En lo que respecta a su estilo, Skidelsky afirma que Keynes fue el “mayor persuasor en la economía del siglo XX”, puesto que cuando escribía era capaz de atraer la atención tanto de los economistas como la de los legos.
Skidelsky resalta 4 cualidades de Keynes. La primera consistía en su capacidad de conectar la economía con el sentido común. Ejemplo de lo anterior era cuando Keynes afirmaba que el “empleo dependía de la demanda agregada”. Con esa expresión Keynes no estaba diciendo otra cosa que un constatación de sentido común y es que cuando nadie compra un bien “X”, entonces no tiene sentido producirlo. En segundo lugar era el sentido de urgencia que impregnaban los escritos del economista británico, dirigiéndose al público con un plan para mejorar las cosas, escribe Skidelsky. En tercer lugar tenemos que Keynes hablaba y escribía con una gran convicción moral y que el mundo podía ser mejorado por medio de la acción del gobierno. Por último, Keynes hablaba con autoridad, no solo como miembro del “King´s College” de la Universidad de Cambridge, sino que también como autor de obras como “Las consecuencias económicas de la paz” (1919).
Pasemos ahora a examinar la “TG” de Keynes. El década de 1930 estuvo marcada profundamente por la crisis económica de 1929 y la posterior depresión. No profundizaré en esta crisis ya que he escrito algunos artículo sobre el tema y que están disponibles hacia el final de cada uno de estos artículos. De acuerdo a Skidelsky, la “TG” de Keynes estaba proyectada, ciertamente, hacia su entorno, pero esto último no debía ser reducido únicamente a la depresión mundial, sino que también a sus repercusiones políticas y sociales, para ser más precisos, a la expansión del comunismo, el fascismo y el nazismo.
Recordemos que la dictadura soviética estaba, desde la muerte de Lenin en 1924, bajo el férreo control de Stalin y el comunismo a nivel internacional se alineó (salvo algunas excepciones) con las directrices emanadas desde Moscú. Por su parte, Mussolini llegó a la presidencia del Consejo de Ministro en 1922 y Hitler llegaría a la cancillería en 1933 (mismo año en que Roosevelt llegó a la presidencia en Estados Unidos). La debacle socioeconómica producto de la crisis de 1929 se tradujo en un desprestigio tanto de la democracia liberal, así como también del capitalismo. Después de todo las democracias se mostraron ineficientes a la hora de responder ante la miseria social, producto de una crisis iniciada en Wall Street: la cuna del capitalismo. Por lo demás, y como pensaba Keynes, la idea de que la libre interacción oferta y demanda pondría fin al desempleo resultaba ser errónea. Esta idea nos dice que en un mercado laboral competitivo, en donde la oferta de trabajo supera a la demanda de trabajo, los precios (salarios) deberán descender para que ese excedente de trabajo llegue a su fin. Lo mismo sucede con el ahorro y la inversión en relación con la tasa de interés. Pero Keynes rechaza el equilibrio walrasiano y su idea del “tanteo” (tatonnement) o “subasta” en donde se equilibraban oferta y demanda por medio de los precios.
Como explica el economista marxista argentino, Rolando Astarita, Keynes rechazó la teoría del empleo de los clásicos. Tal teoría postulaba la existencias de dos funciones, siendo la primera la de oferta y, la segunda, la de demanda de trabajo. La función de oferta establecía que la utilidad del salario real era igual a la “desutilidad del trabajo” (que aumenta con el número de horas trabajadas), de manera que cuando aumentaba la cantidad de trabajo, el salario debía subir para poder así compensar el creciente aumento de la desutilidad del trabajo. Por otro lado, la función de demanda establecía que el salario era igual a la productividad marginal (Pmt) del trabajo . La Pmt puede ser definida como el aumento obtenido en la producción por la utilización de una unidad adicional del factor, manteniendo todos los demás constantes. Así, tenemos que que Pmt disminuye a medida que aumenta el volumen de empleo. Así, la teoría clásica señalaba que el nivel del empleo se fijaba en aquel punto en donde se cruzaban las curvas de oferta y demanda, llegando así al equilibrio.
Siguiendo esta lógica, continúa explicando el argentino más adelante en su libro, que la teoría clásica señalaba que durante una crisis, la baja de los salarios tendría como consecuencia una disminución de los precios.En virtud del “efecto Pigou”, esto es, que la disminución general en el nivel de precios durante la crisis incrementará el valor real de los activos de las personas, tanto la demanda como el empleo aumentarían. Siguiendo esta linea de razonamiento, tenemos también que la disminución de los salarios y precios, dada una cantidad de dinero, tendrá también como consecuencia un aumento de la oferta monetaria en términos reales, oferta que presionaría a la baja la tasa de interés, con el consecuente aumento tanto del el consumo como de la inversión. Siguiendo a Astarita, tenemos que los costos de producción disminuían – como resultado de la disminución de los salarios – lo cual traía consigo un aumento de los beneficios de manera que esto se traducía en aumento de la inversión y el empleo. Por último tenemos que la caída de los precios tendría otra consecuencia: el aumento de las exportaciones.
Teniendo en cuenta el escenario de miseria y desesperación post crisis de 1929, resulta comprensible que se buscaran “otras vías” hacia el desarrollo ya sea en los fascismos, en el nazismo alemán o el comunismo. Sumado a esto, también se tiró por la borda cualquier convicción en la capacidad autoregulativa de los mercados. Muchos jóvenes intelectuales en Cambridge se vieron fuertemente hechizados por las promesas del comunismo de un mundo sin exploración y sin clases sociales, sentimiento que se reforzó con la llegada de Hitler al poder.