20) La teoría económica de John Maynard Keynes (por Jan Doxrud)
Otras críticas a Keynes pueden leerse en el libro titulado “John Maynard Keynes. Un capitalista revolucionario”, de Roger E. Backhouse, académico de historia y filosofía de la Economía en la Universidad de Birmingham, y del economista Bradley W. Bateman, Presidente del Randolph College. En su libro, los autores desmistifican la figura de Keynes para centrarse más bien en el Keynes histórico. Ahora bien Keynes también es responsable, en parte, de este mito en torno a su figura puesto que, como apuntan los autores, él mismo había alimentado la noción de que estaba fomentando una revolución en el campo de la teoría económica, tal como se planteó a George B. Shaw en la carta citada anteriormente.
Además el propio Keynes expresaba en su “ TG” que su obra constituía una suerte de nuevo paradigma que pretendía ir más allá de los clásicos, esto es, pretendía luchar para escapar de las formas habituales de pensamiento y expresión. Pero, en palabras de Backhouse y Bateman, la supuesta “revolución keynesiana” no implicó el derrocamiento absoluto del pensamiento anterior y, por lo demás, no se debe solo a Keynes. De acuerdo a esto, los autores afirman que aunque Keynes haya propuesto una teoría nueva, esta se edificó sobre conceptos desarrollados en la década de 1920 y 1930, como el estudio de los ciclos económicos por parte del economista estadounidense Wesley Mitchell (1874-1948) quien dirigió el National Bureau of Economic Research (1920-1945). Los autores citan también el trabajo de los austriacos, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, y su teoría del ciclo económico, así como también los estudios de Irving Fisher en Estados Unidos.
Entonces, ¿cuál sería el mérito de la “TG” de Keynes de acuerdo a los autores? Su respuesta es que la obra de Keynes se transformó en un canal por medio del cual se transmitió una enorme cantidad de pensamiento creativo sobre el ciclo económico a la teoría económica de posguerra. Más adelante añaden:
“(…) la Teoría General fungió como un filtro que permitió el paso de ciertas ideas e impidió el de otras, que se perdieron. El resultado es que cuando las generaciones posteriores de economistas volvieron la vista hacia atrás y vieron que la figura de Keynes era dominante, no fue porque él hubiera inventado la materia, sino porque vieron el pasado a través de la lente de la economía keynesiana”.
No obstante lo anterior, Backhouse y Bateson rechazan que la obra de Keynes haya tenido una influencia inmediata en su entorno. Con esto quieren dar a entender que los déficits presupuestarios en la década de 1930 en Suecia, Estados Unidos o Francia, no se debieron a su obra. En caso de Francia, su “TG” fue traducida al francés en 1942 y el New Deal en Estados Unidos no se basó en la “TG”. En este último caso, los autores recuerdan que Franklin D. Roosevelt, en sus campañas electorales, abogaba por un equilibrio del presupuesto gubernamental y acusaba a su contrincante, Herbert Hoover, de ser un peligroso despilfarrador.
Sumado a esto, tenemos que el “primer New Deal” se implementaron planes para incrementar la producción industrial, disminuyendo así el poder monopólico de las grandes empresas. Añaden que el objetivo de la Oficina de Recuperación Nacional – que operó entre 1932 y 1935 – no era proporcionar un estímulo fiscal, sino que estabilizar los mercados valiéndose de una política de control de precios. Los déficits en los que incurrió Roosevelt posteriormente obedecieron a medidas de emergencia y prometió volver a equilibrar el presupuesto en su campaña de 1936. Solo posterior a este año, Roosevelt habría incurrido intencionalmente en un déficit presupuestario pero, como afirman Backhouse y Bateson, “lo hizo con base en las ideas de varios investigadores jóvenes de su propio equipo, y ninguno de ellos las había obtenido leyendo a Keynes”.
Sylvia Nasar señala que los asesores de Roosevelt desconfiaban de los laboristas británicos y de inflacionistas como Keynes (e incluso Irving Fisher) A eso añadía que las medidas preconizadas por Keynes, salvo el abandono del patrón oro, no lograron cuajar ni en Estados Unidos ni en Inglaterra. Paradójicamente, como el mismo Keynes advirtió, fue en la Alemania nazi donde se implementó una suerte de keynesianismo militar[1]. El mismo Keynes aseveró que su teoría de la producción comprendida como un todo se adaptaban de mejor manera a las condiciones que prevalecían en un Estado totalitario.
Incluso la economista inglesa, Joan Robinson (1903-1983), llegó a aseverar en su “Richard .T Ely Lecture” (1971) titulada “La segunda crisis de la Teoría Económica”, que Hitler ya había encontrado la manera de curar el desempleo antes de que Keynes acabara explicando por qué ocurría. Por su parte, Paul Samuelson afirmó en 1983 que Keynes no fue el primero ni sería el último en abogar por el gasto en obras públicas en épocas de crisis. El estadounidense también trae a Hitler a la palestra señalando que la campaña de expansión y venganza del dictador alemán constituyó un éxito al lograr en Alemania el pleno empleo[2].
Los autores añaden que ni siquiera en Gran Bretaña se adoptaron sus políticas de estímulo fiscal y la primera influencia que las ideas de Keynes habrían tenido en el gobierno, no guardaban relación con estimular la economía sino que con controlar la inflación. Solo a partir de 1941 se habrían adoptado sus ideas frente a la necesidad de un mayor gasto militar. Recordemos que Hitler ya había iniciado su campaña expansionista en Europa continental, conquistando el frente occidental, sometiendo a Inglaterra a un destructivo bombardeo. En este contexto escriben los autores:
“La visión keynesiana se utilizó como marco de referencia para determinar cuánto se requería disminuir el consumo civil y cómo se podían implementar mayores gravámenes y ahorros obligatorios, entre otras medidas, a fin de lograr la reducción necesaria sin que aumentaran los precios”.
Como explica Skidelsky, una de las preocupaciones del Tesoro británico era crear espacio para el rearme sin crear presiones inflacionarias y habría sido esta perspectiva inflacionista la que “reconcilió la economía keynesiana con la ortodoxia del Tesoro”. Incluso Keynes escribió en el año 1937 tres artículos en “The Times” que versaban sobre la técnica de estabilización, tema que se encontraba ausente en su “TG”. Fue aquí donde Keynes, en la sección titulada “Boom control” donde aseveró el momento adecuado para el Tesoro era en el boom del ciclo y no en la recesión,
Backhouse y Bateson señalan que sería tras finalizar la Segunda Guerra Mundial en 1945 cuando la figura de Keynes y el “keynesianismo” quedarían estrechamente identificados con la planificación macroeconómica y con la utilización del déficit presupuestario como medio para controlar el nivel de la actividad económica. En virtud de lo anterior, si la economía ntraba en recesión entonces se hacía necesario aumentar el gasto público o reducir los impuestos. Por el contrario, si la economía se sobrecalentaba con un sobreempleo y presiones inflacionarias, entonces había que reducir el déficit con el objetivo de equilibrar la demanda agregada con la producción. En opinión de Skidelsky, después de la guerra, los keynesianos disponían de una respuesta sencilla a la pregunta acerca de cómo pueden los gobiernos mantener el “pleno empleo”:
“Si la demanda prevista superaba la oferta prevista, amenazando inflación, el gobierno debería tener un superávit presupuestario; en el caso opuesto, en que el peligro era el desempleo, debería tener déficit. En ambos casos, el presupuesto del Estado era el factor equilibrador. El dinero debía mantenerse barato bajo todas las circunstancias”.
El contexto también conspiró a favor de las ideas de Keynes, por ejemplo, tras el impacto de la gran depresión, que vino a finalizar con el inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939, se creó la idea de que la mejor época de Estados Unidos tuvo su origen en el gasto gubernamental, de manera que se exigió que continuase la gestión de la demanda una vez terminada la guerra. Si retrocedemos en el tiempo, específicamente a 1926, fecha de la publicación de la publicación del “El fin de laissez faire”, en este, Keynes se refiere a la organización económica socializada durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). En este ensayo, Keynes deja entrever el optimismo de algunos sobre sobre la posibilidad de extender este régimen de producción a épocas de paz. La razón de esto la explica el propio Keynes, y es que el socialismo de guerra había alcanzado
“incuestionablemente una producción de riqueza en una escala mucho mayor de la que nosotros hayamos conocido nunca en paz, pues aunque los bienes y servicios producidos eran destinados a la extinción inmediata e inútil, no obstante eran riqueza”.
Ahora bien, el economista añadía que la disipación del esfuerzo había sido también prodigiosa, al igual que la atmósfera de despilfarro, lo que molestó a “cualquier espíritu ahorrativo o providente”.
Siguiendo a Backhouse y Bateson, la Guerra Fría también habría favorecido las políticas de demanda keynesianas puesto que, en la carrera para demostrar que el capitalismo era superior al socialismo, la gestión de la demanda agregada parecía ser el mejor sistema para evitar los fracasos que caracterizaron a la Gran Depresión.
Una última razón que añaden los autores al triunfo del keynesianismo fue el surgimiento de una nueva y compleja entre economistas profesionales y políticos. Comenzó a haber un aumento en la demanda de asesorías económicas sobre cómo manejar la economía, disciplina que ya comenzaba a ser considerada como “una forma de ingeniería que podía ser utilizada para diseñar un sistema económico más eficiente que el capitalismo laissez-faire que le había fallado al mundo en la década de 1930”. Skidelsky, por su parte, destaca otro factor que ayudó a que a la popularidad de la “TG”. En palabras de Skidelsky, las ideas de Keynes tomaron relevancia dentro de las discusiones sobre política (años 1937-1938), no porque los implicados hubiesen leído la “TG”, sino debido a que esta encajaba con las preocupaciones de la élite gobernante. Continuación, Skidelsky cita las acertada palabras de Schumpeter:
“La mayoría de las personas que admiran a Keynes aceptan el estímulo, toman de él la parte con la que congenian y dejan el resto”.
Backhouse y Bateson también se refieren a los continuadores de las ideas de Keynes como los ya mencionados Alvin Hansen, y su influyente “A Guide to Keynes” (1953) y John Hicks, y el desarrollo del modelo IS-LM. Frente a estos trabajos Keynes, por ejemplo en el caso de Hicks, mostraba una recepción positiva e incentivaba a que continuara su trabajo, aunque sí objetó a Hicks el descuido de las expectativas y la incertidumbre. Igualmente receptivo se mostró hacia otros economistas como el ruso Abba Lerner (1903-1982) quien cursó sus estudios en el London School of Economics y pasó unos meses en Cambridge donde entró en contacto con Keynes. Cabe señalar que tanto Hicks como Lerner recibirían. Sobre este tema escriben Backhouse y Bateman:
“La tranquilidad con la que Keynes animaba a otros en sus receptivos trabajos pone de manifiesto el deseo del autor de establecer su legado a través del desarrollo y extensión de su propia obra, en lugar de demandar algún tipo de estricta adhesión a la forma original de sus ideas”.
Así, uno de los problemas que planteaban estos economistas con orientación matemáticas era el descuido que hacían de las expectativas y los “animal spirits”. En lugar de ello, apuntan Backhouse y Bateman, estos asumieron la existencia de un individuo ficticio que se mantenía ajena a las influencias externas, pro ejemplo, al efecto rebaño. Sobre este tema los autores afirman que la matematización posterior de la teoría keynesiana planteó el problema de saber hasta qué punto el uso de las matemáticas excluía el análisis verbal que Keynes incluía y que intercalaba con el álgebra.
[1] Para el año 1936 ya había una edición de su obra en idioma alemán.
[2] Narindar Singh, Keynes and Hitler. Economic and Political Weekly vol. 29, no. 42 (oct. 15, 1994), pp. 2755-2757+2759-2766
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