Las Elites en el poder (por Jan Doxrud)
En ese escrito abordaré el tema de las elites. Es una palabra que está en boca de muchos, pero parecer ser que el concepto no resulta ser comprendido a cabalidad. Por ejemplo, escuchamos a los políticos (“jóvenes” y adultos) hablar despectivamente de las “elites” (los poderosos de siempre), pero al parecer estos políticos no se percatan que ellos mismos pertenecen a una elite: la elite política o la clase gobernante. En otras palabras, la elite no se reduce a la elite económica o al poder del empresariado.
El concepto de elite suele despertar un rechazo o, al menos, cierto escepticismo y desconfianza en las personas. Por lo general, cuando se habla de las elites proyectamos inmediatamente la idea de un grupo minoritario, hermético, solidario entre sí – a diferencia de los que no pertenecen a esa elite – y que concentra una gran cantidad de poder, tanto político, económico como cultural. Así, la elite sería un grupo minoritario que se distinguiría del resto de las personas, de la masa o de todo lo que sea lo “no-elite”. También podemos plantear este concepto como el dominio de una minoría organizada frente a una mayoría desorganizada. El concepto de elite está prácticamente en todos los ámbitos, por ejemplo tenemos la elite política, empresarial, universitaria, incluso se habla dentro del modelaje de “modelos de elite”, así como de deportistas de elite y, en el ámbito militar, se habla de tropas de elite como es el caso del Sayeret Matkal israelí, los Navy Seals estadounidenses o el SAS británico. En lo que respecta al concepto mismo de elite, y siguiendo el Dictionnaire Littré, tenemos que hace referencia a la “elección”, es decir, a aquel o aquellos que han sido elegidos, escogidos o distinguidos. Desde un punto de vista etimológico “Elit” es el participio pasado antiguo del verbo élire, vale decir, elegir. Si bien el concepto es relativamente nuevo – data, al menos, del siglo XIII – la idea de una elite tiene un pasado lejano, ya que está presente en “La República” de Platón. Incluso este concepto lo podemos encontrar más allá de las frontera de lo denominamos como la “civilización occidental”, como fue el caso de China e India. Posteriormente, en Europa, la idea de una elite en el poder sería adoptada por personajes como Saint-Simon, su discípulo August Comte e incluso Lenin, con su idea de la vanguardia del partido y la idea de los revolucionarios profesionales que tenían la misión de guiar la revolución. Tenemos, pues, que ni los regímenes comunistas escaparon a las elites, es decir, las criticaron e hicieron revoluciones en contra de estas, pero la suplantaron por una nueva: la elite socialista o la nomenklatura.
Sería a principios del siglo XX cuando diversos autores abordarían directamente el tema de las elites como fue el caso de Vilfredo Pareto (1848-1923), Gaetano Mosca (1858-1941), Robert Michels (1876-1936), Joseph A. Schumpeter (1883-1950) y Charles Wright Mills (1916-1962). Para Mosca, quien se sirvió de la matriz saint-simoniana, en cualquier régimen de gobierno siempre existirán dos bloque, por un lado unos pocos, una minoría organizada – la clase política – que ejerce la autoridad, es decir, que manda, frente a una mayoría no organizada. Esta minoría poseía además una serie de atributos superiores desde el punto de vista moral, material e intelectual que justificaban su posición y su diferencia con respecto a los que no pertenecían a la elite. Esto no era considerado como algo negativo, ya que incluso era algo necesario y, en el caso de Michels, constituía una ley: la ley de hierro de las oligarquías. Esto se relaciona con la idea del anarquista Bakunin, de acuerdo a la cual, el poder siempre nos habla de dominio y el dominio presupone la existencia de una masa dominada y, por ende, también la existencia de una minoría dominadora. Por su parte, el sociólogo estadounidense Charles Wright Mills afirmaba que la idea de una sociedad de masas sugería la idea de una elite de poder, que son soberanas temporalmente (durante la adulación plebiscitaria a esta minoría con celebridad autoritaria). De acuerdo a Michels la experiencia histórica nos ha enseñado que la sociedad no puede existir sin una clase política o clase dominante y añade:
“…si bien los elementos de la clase gobernante están sujetos a una renovación parcial frecuente, constituyen, sin embargo, el único factor de eficacia perdurable en la historia del desarrollo humano. Según esta perspectiva, el gobierno, o mejor dicho el Estado, no puede ser sino la organización de una minoría. El propósito de esta minoría es imponer al resto de la sociedad un orden lega, que es el fruto de las exigencias del dominio y de la explotación de la masa de ilotas por parte de la minoría gobernante, y que jamás podrá representar en forma auténtica a la mayoría; esta última es así permanentemente incapaz de autogobierno”[1].
De acuerdo a Michels, la democracia no era inmune al fenómeno de las elites, ya que para él, era prácticamente inconcebible una democracia sin organización (y por ende jerarquía y elitismo). El modelo de una democracia de masas que opera mediante asambleas populares no escapa a este fenómeno ya que igualmente la masa se vería influida por la elocuencia de los grandes oradores populares y además, agrega Michels:
“el gobierno directo ejercido por el pueblo, al no admitir análisis serios y deliberaciones meditadas, facilita sobre manera los coup de main de todas clases, por hombres excepcionalmente audaces, enérgicos y astutos”[2].
Para Michels es más fácil dominar a una multitud que a una audiencia pequeña, ya que las masas son más propensas a ser presas del pánico y al entusiasmo irreflexivo. En palabras del autor: “El hecho es incuestionable: manifestación de la patología de la multitud. El individuo desparece en la multitud, y con él desaparecen la personalidad y el sentido de responsabilidad”[3]. La masa, continúa explicando el sociólogo alemán, no sólo es indiferente ante la política, sino que además busca siempre un guía – un Duce o un Führer – ya que es incapaz de actuar por su falta de iniciativa. Así, existe una pasión incurable en la masa por los oradores distinguidos y por los hombres de gran prestigio. Además la masa expresa siempre gratitud hacia quienes hablan y escriben en su defensa, hasta tal punto que la masa tiende a idealizar a su líder, a dotarlo de un aura de santidad y martirio, fenómeno que quedó plasmado en el siglo XX en el caso de Hitler y en el siglo XXI con la figura de Hugo Chávez en Venezuela. Continúa explicando Michels:
“La adoración de los conductores por los conducidos es latente, por lo común. Se revela por signos apenas perceptibles, tales como el tono de veneración con que suele ser pronunciado el nombre del ídolo, la perfecta docilidad con que obedecen al menor de sus signos, y la indignación que despierta todo ataque crítico a su personalidad”[4].
El sociólogo cita el caso del socialista Ferdinand Lassalle (1825-1864) y su apoteósica llegada a la cuenca del Rin donde los pobladores lo recibieron como un dios. También hace referencia al caso de los fasci o gremio de obreros agrícolas en Sicilia que demostraban una fe sobrenatural en sus líderes. Michels cita también el caso de Marx, cuya figura no escapó de la canonización socialista – fenómeno que perdura en nuestra época – a tal punto que las personas bautizaban a sus hijas con el nombre de “Marxina”. También existían licores así como botones “Karl Marx”. Es una constante en los comunistas el divinizar e idealizar a sus líderes y rendirles un culto desmedido (casi patológico), de manera que dentro de las filas comunistas se transitó desde el fetichismo de la mercancía al fetichismo del líder. En resumen, sobre este fenómeno del líder, escribe Michels:
“Las masas experimentan una necesidad profunda de prosternarse, no sólo ante grandes ideales, sino también ante individuos que personifican a sus ojos aquellos ideales. Su adoración por estas divinidades temporales es tanto más ciega cuanto más rústicas son sus vidas. Hay una verdad considerable en las palabras de George Bernard Shaw, quien define a la democracia como una colección de idólatras, para distinguirla de la aristocracia, que es una colección de ídolos”[5].
El fenómeno de las masas, junto al de las elites, también se transformó en objeto de estudio por parte de los sociólogos, así como los psicólogos sociales como fue el caso del francés Gustave Le Bon (1841-1931). Le Bon explicaba que desde un punto de vista psicológico, una aglomeración de seres humanos, esto es, una “masa psicológica”, tenía una serie de propiedades emergentes de la que carecía el individuo. La masa psicológica poseía características nuevas, muy diferentes de las de cada uno de los individuos que la componían. En opinión de Le Bon, dentro de la masa la personalidad consciente se esfumaba y afloraban los sentimientos, y las fuerzas y energías se orientaban hacia una misma dirección, formándose así una suerte “alma colectiva”. Esta “alma colectiva” poseía la particularidad de permitir a los individuos sumergidos en esta sentir, pensar y actuar de un modo completamente distinto de como lo haría cada uno de ellos por separado. Así, esta masa psicológica llegaba a constituir un solo ser y se encontraba sometida a una ley que el francés denominaba como la “ley de la unidad mental de las masas”.
Dentro de esa masa organizada, la personalidad consciente desaparecía para dar paso al predominio de la personalidad “inconsciente”. De acuerdo a lo anterior, los sentimientos e ideas fluían en un mismo sentido y, por medio de la sugestión y del contagio, los individuos tenían la tendencia a transformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas.
Por su parte el Premio Nóbel de Literatura (1891), el alemán Elias Canetti escribió:
“Sólo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor se convierte en su contrario. Es esta densa masa la que se necesita para ello, cuando un cuerpo se estrecha contra otro cuerpo, densa también en su constitución anímica, es decir, cuando no se presta atención a quién es el que le «estrecha» a uno. Así, una vez que uno se ha abandonado a la masa no teme su contacto. En este caso ideal todos son iguales entre sí. Ninguna diferencia cuenta, ni siquiera la de los sexos. “Quienquiera que sea el que se oprime contra uno, se le encuentra idéntico a uno mismo. Se le percibe de la misma manera en que uno se percibe a sí mismo. De pronto, todo acontece como dentro de un cuerpo. Acaso sea ésta una de las razones por las que la masa procura estrecharse tan densamente: quiere desembarazarse lo más perfectamente posible del temor al contacto de los individuos. Cuanto mayor es la vehemencia con que se estrechan los hombres unos contra otros, tanto mayor es la certeza con que advierten que no se tienen miedo entre sí. Esta inversión del temor a ser tocado. Forma parte de la masa. El alivio que se propaga dentro de ella (y que será tratado en otro contexto) alcanza una proporción notoriamente elevada en su densidad máxima”[6].
Fin parte 1
[1] Robert Michels, Los partidos políticos, Libro II. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna (Argentina: Amorrortu editores, 2008), 179.
[2] Robert Michels, op. cit., Libro I, 72.
[3] Ibid., 73.
[4] Ibid., 108.
[5] Ibid., 111.
[6] Elias Canetti, Masa y Poder (Muchnik Editores, 1981), 4