El peso de la tradición estatista en Chile y América Latina
El economista francés Frédéric Bastiat (1801-1850) escribió:
“Yo quisiera que se creara un premio, no de quinientos francos, sino de un millón, con coronas, cruz y cinta en favor de aquél que diera una definición buena, simple e inteligible de esta palabra: El Estado.
¡Qué inmenso servicio proporcionaría a la sociedad! ¡El Estado! ¿Qué es? ¿Dónde está? ¡Qué hace? ¿Qué debería hacer?
Todo lo que nosotros sabemos es que es un personaje misterioso, y seguramente el más solicitado, el más atormentado, el más atareado, el más aconsejado, el más acusado, el más invocado y e l más provocado que hay en el mundo”.
Hacia el final de este escrito veremos la respuesta que dio Bastiat.
Chile y los demás países de Latinoamérica han sido durante un largo tiempo víctimas del peso de la tradición estatista y del centralismo económico, fruto de cientos de años de dominio por parte de la corona española bajo los Habsburgo y los Borbones, esta última dinastía, a partir del siglo XVIII. Paul Craig Roberts y Karen LaFollette Araujo explican, en esencia, las características del sistema colonial español que posteriormente sería heredado por las nuevas naciones independientes americanas y las consecuencias de este en el desigual desarrollo entre las naciones latinoamericanas y Estados Unidos:
“Imagine a Estados Unidos de América sin un mercado bursátil en el cual comprar y vender compañías, pero con un mercado organizado en el que es posible adquirir o subastar las alcaldías, los puestos de tesorero del Estado, las posiciones gubernamentales de compra de mercancías...Si logró esto, tendrá un panorama de lo que fue el colonialismo en Latinoamérica. Las plazas gubernamentales no sólo podían comprarse y venderse, sino también heredarse. Por otro lado, aquel que quisiera vender caña de azúcar tenía que hacerlo en el Caribe. Si alguien quería producir cacao. Venezuela era el lugar permisible. Los agricultores en Chile podían cultivar trigo, pero se les negaba el derecho de producir tabaco”[1].
El sistema mercantilista fue el que predominó por cientos de años y sería el sistema heredado por las nuevas repúblicas independientes. En el mercantilismo, como explica Enrique Ghersi, no existe competencia por medio de precios, ya que la competencia se da en otro ámbito: la competencia por cargos políticos, puestos estratégicos y favores de las elites políticas en general. En el mercantilismo puede haber perfectamente propiedad privada, pero no existe un verdadero mercado económico. Como explican Craig Roberts y LaFollette la venta de puestos transformó a los empleos públicos en propiedad privada de los compradores.
Dentro del reino español la venta de puestos era una fuente de ingresos y así lo entendió Felipe II. Así, el puesto de notario y otras posiciones ligadas a las casas reales de moneda, tesorería y tribunales fueron vendidas. Se formó así un verdadero “mercado” de puestos donde se subastaban e incluso se especulaba en torno a estos. Sucedía también que tales puestos podían ser heredados y revendidos Al respecto escriben los autores citados:
“Si el salario y las oportunidades de ganar dinero adicional eran mayores que la suma invertida más el interés, entonces el puesto era una buena compra. Los empleos más caros eran aquellos que daban acceso al comprador a la mayor parte de los recursos gubernamentales, como las posiciones dentro de la tesorería real, los de compras y el puesto de virrey…”[2].
Más adelante añaden:
“Lo que podríamos llamar corrupción era simplemente la forma en que el sistema funcionaba. La clase burocrática se afianzó y consideró los bienes monárquicos como algo propio. La burocracia española se convirtió en una ‘nueva clase’, independiente del Estado, no muy diferente de la posterior burocracia comunista de la cual Milovan Djilas dijo: ‘que instintivamente siente que los bienes nacionales son, en efecto, de su propiedad’. La diferencia estriba en que los funcionarios reales españoles que compraban sus empleos no tenían ninguna necesidad de sentir ‘instintivamente’ que la propiedad nacional les pertenecía. La habían adquirido abiertamente”[3].
En el primero (el mercantilismo y el neomercantilismo actual o neoliberalismo) no existe competencia económica, siendo un capitalismo de propiedad privada antiliberal. La lógica económica que guiaba al mercantilismo era la acumulación de capital, en este caso, de metales preciosos como el oro y la plata. Pero como en España y Portugal no existían cantidades significativas de estos metales, entonces la acumulación se llevó a cabo por medio del comercio exterior, es decir, el comercio con las colonias americanas. Como explica el especialista en economía latinoamericana Víctor Bulmer-Thomas:
“Según la teoría, América Latina debía adquirir todos sus bienes importados de España y Portugal, y debía vender sus productos de exportación (excepto oro y plata) en ese mismo mercado. El notorio déficit comercial resultante se financiaría por la transferencia de oro y plata a la Península Ibérica. Cuanto mayor fuese el déficit comercial, mayor había de ser – en teoría – la acumulación de metales preciosos por parte de España y Portugal; el límite estaría dado por la capacidad física de las minas de oro y plata de América Latina”[4].
Continúa explicando el autor que tanto España como Portugal impusieron un monopolio y un monopsonio comercial a las colonias que favoreció la exportación de productos latinoamericanos, siempre y cuando no compitieran con la “Madre Patria” y no se vendieran en ella. Además sucedía que tanto España como Portugal no lograron aportar todos los bienes que las colonias necesitaban. A esto debemos añadir los esfuerzos por “reexportar” a América Latina los productos adquiridos en otras partes de Europa se tradujo en un aumento del costo para las colonias y además se producía un flujo de metales precisos desde España y Portugal hacia las colonias, es decir, un “pecado económico” mortal dentro de la lógica mercantilista. Luis Bértola y José Antonio Ocampo explican que la extracción de excedentes contrastaba con los pocos bienes públicos que ofrecían las autoridades coloniales, además de la casi nula inversión en educación y servicios sociales, quedaron en manos de la Iglesia.
La independencia no se tradujo en un cambio significativo, ni siquiera con el advenimiento de la denominada “República Liberal” (1861-1891) se puede establecer que hubo una transición a una economía “laissez-faire”, a pesar de la presencia e influencia de un destacado economista francés: Jean Gustave Courcelle-Seneuil (1813-1892). Pero el liberalismo económico aún tendría un largo camino por recorrer y es algo entendible si tomamos en consideración el largo pasado estatista al que estuvieron sometidas las colonias.
Hay que tener en consideración que, tal como señaló el destacado historiador argentino, Tulio Halperin (1926-2014), la aparición de la violencia fue un rasgo de la sociedad independiente, lo que se tradujo en que, a parte de la inestabilidad, en promedio el 50% del presupuesto de las nuevas repúblicas estuvo destinado a las fuerzas militares. En el caso de Chile, tras la abdicación de O’Higgins, se pusieron a prueba tres constituciones durante el período denominado como de “Ensayos Constitucionales” hasta que, tras la Batalla de Lircay, el bando conservador logró hacerse y consolidarse en el poder (1831-1861), y en donde los dos primeros presidentes, José Joaquín Prieto y Manuel Bulnes, provenían del mundo militar. Ciertamente no fue fácil lograr, por parte de los civiles, convencer a los militarse que regresaran a sus cuarteles y se subordinaran al poder civil.
Se puede establecer, por lo tanto, que hubo elementos de continuidad significativos en lo que se refiere a la permanencia de algunas de las instituciones coloniales en las nuevas repúblicas independientes. Tras la Independencia, en palabras de Bulmer-Thomas:
“siguieron existiendo elementos importantes de continuidad con la economía colonial. El sistema de tenencia de la tierra, que giraba en torno de la plantación, la hacienda, la pequeña propiedad y tierras comunales indígenas, casi no se vio afectado”[5].
Como explica Bulmer-Thomas, la abolición del monopolio imperial en el comercio internacional mantenido por la corona española y el tránsito al libre comercio no significó la adopción del laissez-faire. Añade el autor: “Una elite acostumbrada a las innumerables restricciones coloniales al desplazamiento de bienes y personas no estaba bien preparada para aceptar plenamente la teoría comercial ricardiana y la doctrina de la ventaja comparativa”[6]. Añade Bulmer-Thomas:
“Tras la Independencia siguieron existiendo elementos importantes de continuidad con la economía colonial. El sistema de la tenencia de la tierra, que giraba en torno de la plantación, la hacienda, la pequeña propiedad y las tierras comunales indígenas, casi no se vio afectado”[7].
En este contexto quizás la postura del gobierno de Chile se puede resumir en las palabras del Ministro de Hacienda y de Guerra de O’Higgins, José Antonio Rodríguez Aldea: “Somos liberales en todo aquello en que no nos arruine”. Los argumentos de los beneficios que podía traer una mayor liberalización de la economía no convencieron a las autoridades aun presas de la “mentalidad mercantilista”. Manuel Gárate, en su estudio sobre la evolución del capitalismo en Chile, afirma que en pleno liberalismo decimonónico el aparato estatal no disminuyó, todo lo contrario, este se desarrolló con mayor fuerza. Sobre esto escribe Gárate:
“Coincidimos con (Eduardo) Cavieres en que el Estado liberal que se construye desde el siglo XIX y que se extiende durante dos décadas del siglo XX, se basa en la mantención del Estado patrimonial y de un sistema democrático que cada vez incorpora a más individuos, pero que no forma a ciudadanos activos e integrados equitativamente en el concierto social del país”[8].
No se puede dejar de lado la influencia del economista francés Jean Gustave Courcelle-Seneuil (1813-1892) en lo que se refiere a la Ley de Bancos de 1860 donde se promovió la libertad absoluta en materia bancaria. Pero Courcelle- Seneuil también fue de vital importancia en la difusión de las ideas liberales y en formar a una generación de discípulos entre los que se encontraba Diego Barros Arana. Courcelle-Seneuil supo dar un impulso a la enseñanza de la economía liberal en una época en que la economía política clásica tenía una escasa difusión. Manuel Gárate destaca tres razones para esto: Inexistencia de un maestro elocuente que pudiese cambiar la manera de pensar de los chilenos sobre el comercio y el papel del Estado en economía. Los medios de difusión eran inadecuados para generar una revolución en el pensamiento económico. Los libros eran escasos y mayoritariamente en lengua francesa, como era el caso de Adam Smith y especialmente el texto de Jean Baptiste Say. La herencia del pasado y la persistencia de ideas neomercantilistas.
Así, el peso de la tradición hispanista continuó siendo muy fuerte y llevaría tiempo para que las distintas naciones pudiesen librarse de este grillete para así transitar gradualmente al liberalismo. El historiador chileno Claudio Veliz se refiere a este “peso de la noche estatista”:
“...es indudable que al cruzar el umbral del siglo veintiuno la tradición centralista e intervencionista que América Latina recibió como herencia política de las monarquías ibéricas progenitoras, no sólo no muestra indicios de debilitamiento sino que la fidelidad con que algunos de nuestros gobiernos mantienen sus acendrados hábitos burocráticos y legalistas merecerían el aplauso de un Felipe II resucitado”[9].
Por su parte, Luis Bértola y José Antonio Ocampo explican:
“…la larga crisis de la economía colonial había generado un rezago tal que, a pesar del crecimiento de la segunda mitad del siglo XVIII, la economía de América Latina, en su conjunto y más allá de algunas excepciones, se encontraba ya a una importante distancia, en términos de ingreso per cápita y especialmente, de capacidades tecnológicas en relación con los países que se estaban industrializando y experimentando, por lo tanto, importantes transformaciones de su producción agraria e industrial. Hacia finales del período colonial América Latina ya no tenía ventajas sobre las colonias del Norte y había abierto una brecha científica y tecnológica sustancial en relación con las que emergerían como las potencias industriales europeas y norteamericana”[10].
Más adelante los autores explican las razones de este desigual desarrollo:
“...la herencia colonial tiene que ver, ante todo, con la particular trama institucional, que explica tanto el rezago anterior como las dificultades futuras de las jóvenes repúblicas. Más allá de determinantes geográficos y de la dotación de recursos, muchos aspectos de tipo institucional fueron decisivos para explicar las potencialidades y los desarrollos reales de estas economías”[11].
Los autores destacan una serie de aspectos que fueron dañinos para el desarrollo de las futuras naciones latinoamericanas. En primer lugar estaban los altos costos vinculados a la ineficiente regulación de la propiedad. En palabras de Bértola y Ocampo “el mercado de tierras no estaba bien desarrollado y predominaban formas arcaicas de propiedad, como la propiedad corporativa de la Iglesia, los ayuntamiento y las comunidades indígenas y las restricciones que las normas sobre herencia imponían sobre los privados para vender sus tierras”[12]. Otros aspectos fueron: la alta carga impositiva, los complejos regímenes regulatorios y el alto nivel de corrupción.
Un tema importante que plantean Bértola y Ocampo es el de las instituciones (la trama institucional), tal como lo hicieron los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson, en su célebre “¿Por qué fracasan los países?”. Ambos economistas enfatizan la importancia del papel de las instituciones políticas y económicas, así como la ley, el orden, el establecimiento de una economía de mercado inclusiva y el respeto de los derechos de propiedad. Por ejemplo cuando abordan el caso de la pobreza Egipto, señalan que existen varios enfoques que lo explican: la geografía (desierto, clima, carencia pluviosidad adecuada), la cultura, vale decir, que los egipicos son supuestamente hostiles a la prosperidad y al desarrollo económico, o que carecen de una ética del trabajo, y por ultimo, aquella teoría explicativa que dice que sus gobernantes simplemente han errado en sus políticas con miras a hacer de su país más próspero.
En lo que se refiere al enfoque de Acemoglu y Robinson, estos son claros cuando explican que Egipto es pobre precisamente porque ha sido gobernado por una reducida elite que ha organizado la sociedad en beneficio propio a costa de la mayor parte de la población. Un país donde no existe libertad para emprender o donde gobierna una elite corrupta que no está interesada en innovaciones que puedan amenazar su posición será un país que se quedará estancado, debido a una ideología que obstaculiza el desarrollo. Así, en los países donde predominaron lo que Acemoglu y Robinson denominan como “economías extractivas”, quedaron rezagadas en comparación con aquellas que adoptaron instituciones políticas y económicas inclusivas.
Siglo XX
En el caso de Chile, a partir de 1925, con la intervención de los militares y la promulgación de la nueva Constitución, comienza el modelo estatista nacional- desarrollista, lo cual continuaría con el gobierno del Frente Popular bajo la presidencia de Pedro Aguirre Cerda y posteriormente con los gobiernos radicales de Juan Antonio Ríos y Gabriel González Videla. Como explica de Rodrigo Henríquez Vásquez, el estatismo y las demandas sociales y políticas presentes desde 1925 se intensificadas a partir de 1932. Tal consolidación estatal, explica el autor, tuvo tres focos diferenciables: la ampliación del Estado a través de la regulación del trabajo, la intervención de la economía a través de controles de precios y el fomento de la industrialización bajo el modelo de desarrollo hacia adentro[13]. En la segunda mitad del siglo XX la economía planificada también conocida como “economía del desarrollo” tendría su época de apogeo y harían sentir su influencia en los países pertenecientes al Tercer Mundo. Personajes como Gunnar Myrdal (1898-1978), Raúl Prebisch (1901-1986) y los economistas de la CEPAL serían los nuevos tecnócratas que recomendarían que el Estado mantuviese el poder de los sectores claves y estratégicos de la economía como también lo sostuvo años antes Lenin (“commanding heights”).
Fue a finales de la década de 1940 y a principios de 1950 cuando la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), bajo el liderazgo de Prebisch, se articuló una teoría de la industrialización que tendría una fuerte repercusión en los países en desarrollo y en el debate teórico, particularmente a través de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo. Ahora bien, aquí no se descubrió la pólvora, y como explican Bértola y Ocampo, muchos patrones, prácticas e incluso ideas precedieron a la creación de la CEPAL. Los autores citan las palabras del académico norteamericano J. L. Love: “La industrialización de América Latina fue un hecho antes de que fuera una política, y una política antes de que fuera una teoría”. A esto hay que añadir el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) y la teoría de la dependencia. Manuel Gárate resume el cuerpo teórico de la mirada estructuralista-cepaliana que posteriormente sería desmantelada por los monetaristas[14].
En primer lugar cabe destacar la crítica emprendida contra la teoría tradicional del comercio internacional y un nuevo estudio sobre las relaciones entre el centro y la periferia. En segundo lugar, la planificación estatal constituía un imperativo para el desarrollo, así como también la integración regional. En tercer lugar se colocaba un énfasis en el estudio de los factores sociales a la hora de estudiar el desarrollo económico. En cuarto lugar estaba la visión integradora y global de los problemas de desarrollo en la región, junto a la necesidad de cambios a nivel estructural para promover un desarrollo más dinámico y una distribución equitativa de los recursos. En cuanto al modelo ISI, este término se emplea para describir aquel período que abarca desde fines de la Segunda guerra mundial (1945) hasta la década de 1970 donde, a partir de la crisis del petróleo y el fracaso de la teoría keynesiana, habría triunfado el monetarismo y uno de sus principales representantes: Milton Friedman (1912-2006).
Por su parte, Dominique Hachette (1933-2008) explica el contexto del surgimiento de esta política económica conocida como ISI. De vital relevancia fueron las repercusiones de la crisis de 1929 que significó un fuerte impacto para los países latinoamericanos dependientes de sus exportaciones y principalmente Chile que fue el país más golpeado de acuerdo a la Sociedad de las Naciones. De acuerdo a Hachette los países afectados por la crisis habían perdido las esperanzas de depender de sus exportaciones y de los mercados externos para resolver el gran problema que los afectaba: la escasez de divisas o déficit de balanza comercial, y la dependencia de mercados externos como principal motor de desarrollo. En palabras de Hachette:
“Lo anterior implicaba encontrar una estrategia alternativa de crecimiento. No compartían el entusiasmo de los países industrializados respecto de las posibilidades de reconstruir un mundo más abierto y exportador. Además, soplaban vientos revolucionarios que venían desde las lejanas Rusia y China, y de la cercana Cuba, vientos antimercados y anticapitalistas. La CEPAL recién creada como secretariado de las Naciones Unidas para América Latina, proponía y justificaba un camino alternativo que recogía las preocupaciones sociopolíticas centrales que rondaban por el continente latino…”[15].
Así, de acuerdo a Hachette, esta política económica se justificaba por la desconfianza en los mercados y mercados externos. Central fue en este modelo el sector industrial que cubriría la demanda interna y eventualmente los mercados externos. Ahora bien, la sustitución de importaciones, de acuerdo a Hachette, cobraba un precio importante en términos de la asignación de recursos escasos. Frenaba el desarrollo de exportaciones potenciales (sesgo antiexportador) y no se asignaban recursos a los sectores con mayor rentabilidad social. Tal sesgo, explicaba el economista, reducía la posibilidad de diversificación de exportaciones y además frenaba las importaciones de alimentos, materias primas y bienes de capital, limitando así el desarrollo industrial.
Esta política implicó una vuelta al pasado colonial al establecer políticas proteccionistas (altos aranceles y restricciones cuantitativas al comercio por medio de la aplicación de cuotas y licencias) de comercio con el objetivo de potenciar la industria nacional y reducir la dependencia de los países del Tercer Mundo respecto de los países industrializados. Lo anterior iba de la mano con la teoría de la dependencia que consistía se basaba en una reinterpretación del concepto marxista del imperialismo.
Tras el proceso de descolonización tras el final de la Segunda Guerra Mundial pareciera que el concepto de imperialismo ya no tenía razón de ser. Pero dentro de las filas de la izquierda y el marxismo, el imperialismo había sido un concepto útil por lo que le dieron un nuevo significado. En palabras de Craig Roberts y LaFollete:
“...los marxistas se mostraron renuentes a abandonar el término imperialismo, que había funcionado muy bien para promover la causa del comunismo internacional. Volvieron a definir la palabra imperialismo, la cual significó a partir de entonces que los países ricos explotaban económicamente a las naciones pobres mediante el comercio. La vision marxista del libre comercio como una forma de imperialismo domina en todos los textos sobre el desarrollo”[16].
De acuerdo a la teoría de la dependencia, lo países capitalistas, que representaban el “centro”, explotaban a los países pobres de la “periferia” por medio de una forma de neocolonialismo denominado capitalismo dependiente. Como bien señalan Bértola y Ocampo al modelo ISI no hay que verlo como algo novedoso dentro de la historia de los países latinoamericanos ya que en realidad el proteccionismo tenía un pasado prolongado en el continente. Los autores prefieren hablar de “industrialización dirigida por el Estado” que de modelo ISI para caracterizar la estrategia de desarrollo adoptado en ese entonces. El modelo ISI resultó ser un fracaso ya que los países que adoptaron esta estrategia tuvieron problemas en su balanza de pagos y afrontar presiones inflacionarias lo que los obligó a entrar en acuerdos constantes con el FMI. Al respecto escribe Bulmer-Thomas:
“En los países semiindustrializados no tuvo sentido la supresión de las importaciones; hubo que expandir las exportaciones para pagar las importaciones necesarias para mantener el aparato productivo tecnológicamente actualizado y eficiente. La naturaleza semicerrada de las economías acentuó las presiones inflacionarias a las que habían estado sometidas las repúblicas que miraban hacia adentro desde el principio de la Segunda Guerra Mundial. Además, el modelo fue adoptado en forma explícita precisamente en el momento en que la economía mundial y el comercio internacional entraban en su período de expansión más largo y rápido. La ocasión no pudo ser peor”[17].
Por lo demás como explican Bértola y Ocampo, las exportaciones continuaron siendo esenciales no sólo como fuente de entrada de divisas, sino que también para el financiamiento de los gobierno con vocación minera y para estimular el crecimiento de varias economías de la región.
De esta manera en Chile, a pesar de haber contado con un liberal como Gustavo Ross en el ministerio de Hacienda (segundo período de Arturo Alessandri) o de haber recibido la misión Klein-Saks (segundo gobierno de Ibáñez del Campo), la tradición estatista fue más potente y llegó a su etapa cúlmine con el gobierno de Salvador Allende.
En Chile, a comienzos de las década de 1970, la elite conservadora así como los demócrata cristianos, estaban lejos de abrazar el capitalismo de libre mercado. En 1939 Eduardo Frei Montalva y otros jóvenes pertenecientes a la Falange publicaron sus “Veinticuatro puntos fundamentales”, siendo el VII el siguiente:
“Afirmamos que la propiedad es un derecho natural sometido en su ejercicio a las limitaciones que exige el bien de la colectividad. Condenamos el régimen capitalista, no el capital, como factor de producción que mantiene a las muchedumbres en la esclavitud moral y económica, y el sistema colectivista, que aniquila al individuo y destruye la iniciativa personal. Proclamamos el sentido humano de la economía”[18].
Jaime Guzmán, considerado como el arquitecto político del régimen militar y, por lo tanto, un neoliberal “acérrimo” expuso a comienzos de la década de 1970 algunas ideas que nos hacen llegar a la conclusión de que estamos ante un caso de conversión súbita al neoliberalismo en unos pocos años (neoliberalismo tal como lo entiende la izquierda en Chile).
El Jaime Guzmán antes de la conversión al neoliberalismo escribió:
“La estructura de la empresa capitalista tradicional, que niega al trabajador todo acceso a la propiedad, a la gestión y a las utilidades de la empresa, tiende a constituirse en fuente de reprochables desigualdades en la distribución del ingreso nacional, pero la superación de tal circunstancia es perfectamente sin tener para ello que caminar hacia el estatismo. [...] [La] estructura tradicional de la empresa debe ceder su paso a otra más justa y más humana. Con fórmulas diferentes según la importancia que en cada empresa tenga el capital, el trabajo y la organización, y reconociendo siempre al capital privado un margen mínimo de utilidad que lo atraiga a arriesgarse para crear nuevas riquezas, deben establecerse los mecanismos adecuados para que quienes trabajan en una unidad productiva, tengan efectiva participación en la gestión, propiedad y utilidades de ellas”[19].
Teniendo en consideración la larga tradición estatista en Chile que perduró con distintos grados de intensidad a lo largo del siglo XIX y XX, podemos comprender las repercusiones del cambio de raíz que significó la implantación del nuevo paradigma económico por parte de Sergio de Castro y Jorge Cauas, siguiendo lo establecido en “El Ladrillo” durante la dictadura militar en Chile. Sin embargo no sería correcto ver en este período una suerte de “libertinaje de mercado” ya que igualmente la planificación jugó un papel central y el papel del Estado no quedó reducido a su mínima expresión ya que eso no es propio de una dictadura, tal como la que vivió Chile. Bajo el régimen militar surgiría un nuevo grupo de tecnócratas y un nuevo centro de planificación: la ODEPLAN, creada en 1967. Como explica Manuel Gárate:
“una de las mayores paradojas de la dictadura militar fue el hecho de haber organizado la «desplanificación» y liberalización de la economía chilena a partir de una oficina central de planificación, la cual estuvo a cargo de una segunda generación de economistas formados en los principios teóricos de la ortodoxia monetarista de la Universidad de Chicago...La «desplanificación» tuvo entonces que ser planificada y centralizada para lograr los objetivos de política económica que se autoimpuso el equipo económico del régimen militar”[20].
Pero quizás, la mayor paradoja de todas es la que advierte Rodrigo Henriíquez: “La creación del Estado Social chileno tiene una paradoja. Fue creado por lo militares (en septiembre de 1924 y enero de 1925) y desmantelado por los militares 50 años después”[21].
Esto peso de la tradición hispanista sería un grillete difícil de destruir, incluso cuando los liberales llegan al poder en Chile en 1861. Como explica Manuel Gárate: “en pleno período del liberalismo decimonónico, el aparato estatal no disminuyó, sino que, por el contrario, comenzó a desarrollarse fuertemente. Este aumento de la presencia social estatal alteró significativamente la estructura social del país, lo cual quedó de manifiesto en la década de 1920”( Manuel Gárate Chateau, La revolución capitalista de Chile (1973-2003), 41.). Sobre este mismo tema escribe Jaime Valenzuela: “Ya consolidada la Independencia, el nuevo Estado chileno retoma y potencia el crecimiento burocrático...en la medida que pretende «modernizar» su estructura y le control político sobre el «nuevo» territorio «nacional»”( Jaime Valenzuela Márquez, Fiesta, rito y política, 112.
Palabras finales: romper el hechizo
La imagen de una burocracia y de funcionarios públicos neutrales, abnegados, que sólo buscaban el bien de la comunidad, era y es una mera construcción fantasiosa, fruto de la religión secular denominada “Estatolatría” . Los funcionarios de gobierno que Diego Portales describía en sus cartas esto es, hombres modelo de virtud y patriotismo, no eran más que una quimera. Por lo tanto este mito del funcionario público que supuestamente renuncia a sus intereses a favor del pueblo, la clase, el “pueblo” o la raza, es una construcción muy conveniente para aquellos que ejercen el poder. Además, en una época en que “el pueblo” es el nuevo objeto de culto (y en donde la verdad reside en las mayorías = falacia ad populum) las elites políticas se preocuparon de darle forma a este culto y crear una serie de rituales y festejos para celebrar esta nueva forma de gobierno por medio de la cual el pueblo es el soberano, para que este pueblo creyera realmente que ejercían el poder por medio de sus representantes. Para quienes esté pensando en una abolición del Estado, esta no es la solución, pero esto será el tema para otro artículo
Como advierten Paul Craig Roberts y Karen LaFollette Araujo:
“Cuando los intereses privados reinan como lo más preciado en el gobierno, el servicio público se vuelve una actividad privada”[22].
¿Qué respondió Bastiat frente a la cuestión del Estado?
“En cuanto a nosotros, pensamos que el Estado no es o no debería ser otra cosa que la fuerza común instituida no para ser entre todos los ciudadanos un instrumento de opresión y de expoliación recíproca sino, por el contrario, para garantizar a cada uno lo suyo y hacer reinar la justicia y la seguridad”.
[1] Paul Craig Roberts y Karen LaFollette Araujo, La revolución capitalista en Latinoamérica (México: Oxford University Press, 1999), 141.
[2] Ibid., 146.
[3] Ibid., 148-149.
[4] ”Victor Bulmer-Thomas, La historia económica de América Latina desde la Independencia (México: FCE, 2010), 40.
[5] Ibid., 48.
[6] Ibid., 50.
[7] Ibid., 48.
[8] Manuel Gárate Chateau, La Revolución capitalista de Chile (1973-2003) (Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2014), 45.
[9] Claudio Véliz, Los dos mundos del Nuevo Mundo. Cultura y Economía en Angloamérica e Hispanoamérica (Chile: Tajamar Editores, 2009), 249.
[10] Luis Bértola y José Antonio Ocampo, El desarrollo económico de América Latina desde la Independencia (México: FCE, 2012), 69-70.
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Rodrigo Henríquez Vásquez, En “Estado sólido”: políticas y politización en la construcción estatal. Chile: 1920-1950 (Chile: Ediciones UC, 2014), 12.
[14] Manuel Gárate Chateau, op. cit., 128-129.
[15] Dominique Hachette, Latinoamérica en el siglo XX. Crecimiento, comercio y pensamiento económico (Chile: Ediciones UC, 2011), 181.
[16] Paul Craig Roberts y Karen LaFollette Araujo, op. cit., 109.
[17] Luis Bértola y José Antonio Ocampo, op.cit., 321-322.
[18] David Vásquez y Felipe Rivera, ed., Eduardo Frei Montalva: Fe, política y cambio social (Biblioteca del Congreso Nacional, 2013), 78.).
[19] Subsidiariedad. Más allá del Estado y del mercado(Chile: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2015), 104.).
[20] Manuel Gárate Chateau, La revolución capitalista de Chile, 215.
[21] Rodrigo Henríquez Vásquez, En “Estado sólido”: políticas y politización en la construcción estatal. Chile: 1920-1950, 11.
[22] Paul Craig Roberts y Karen LaFollette Araujo. op. cit 141.